La afirmación de “descubrimiento” o “resistencia indígena” solo encaja en la lógica de ver el pasado desde posiciones separadas de las realidades materiales predominantes y de las luchas que se dieron en dicha época. Estas realidades condujeron, en esencia, a producir cambios en la forma de vida material y espiritual en todo el hemisferio.
Sin embargo, ambas afirmaciones son válidas desde posiciones relativas, que en concreto no son lo esencial ni lo determinante para conjurar la maldición que en 525 años se posó sobre nosotros. Son válidas en el sentido de que, para los colonos, se trataba de tierras desconocidas y por tanto descubiertas “en primera instancia”; y, por otro lado, para los que aún mantienen las características ancestrales biológicas de nuestros antiguos amerindios, representan el comienzo de una larga lucha que finalizó inmediatamente se impuso por completo la nueva forma de vida impuesta desde Europa.
Plantear retroceder a las condiciones precolombinas de vida de aquella época constituiría una actitud reaccionaria y absurda. No queremos decir que las luchas actuales de nuestros indígenas no sean importantes, nada de eso, pero hoy esas luchas, dialécticamente, están cargadas de ideas y de valores que responden a la forma de vida material que se impuso.
Para entender el problema analicemos un poco esas condiciones materiales de vida entes de la llegada de los españoles.
Se sabe por estudios arqueológicos, antropológicos, geológicos, biológicos y todos los lógicos que podamos imaginar que las principales comunidades —las mayas, las aztecas y las incas, e incluso, otras no menos importantes— representaban las más organizadas y desarrolladas sociedades prehispánicas de la época.
Dichas comunidades tenían patrones culturales y materiales semejantes, por ejemplo: sus dioses estaban basados en deidades naturales, perceptible a los sentidos; vinculadas al medio ambiente circundante; eran creencias que no se fundamentaban en la dominación de un pueblo contra otro, ni de una clase social contra otra, por tanto, no las podemos considerar como religiones.
Por otro lado, la producción de los medios de vidas esenciales también tenía características semejantes; la agricultura, la ganadería, la pesca, la caza, la alfarería, orfebrería, entre otros. No estaban basados en actividades de carácter económicos; es decir, dichas actividades carecían de las formas mercantiles que regían, para la época e incluso en la actualidad, la vida social en el resto del planeta.
A pesar del desarrollo social y cultural de estos pueblos, se imponía la lógica productiva de tipo comunitaria y familiar; la forma de intercambio predominante era el truque, pero no un trueque a manera mercantil, sino basado en satisfacer sólo necesidades sociales; el trabajo era colectivo y la distribución de los productos del trabajo también tenía un carácter colectivo; las comunidades o pueblos generaban excedentes que luego eran intercambiados por productos no producidos; no hay constatación alguna de que existiera algún tipo de moneda que rigiera el carácter mercantil del trabajo.
El oro solo era usado como adorno y no representaba ningún valor de cambio y mucha menos monetario; igual suerte corría el cacao, el maíz y las mantas. No se puede afirmar tampoco la existencia del impuesto como categoría económica, por la simple actividad de centralizar los excedentes y redistribuirlos entre los miembros de la comunidad como en el caso, por ejemplo, de los Tamsa en los Muiscas en lo que hoy es Colombia, ya que no hay evidencia de que existiera la propiedad privada y el trabajo enajenado.
Las formas de poder no estaban basadas en la dominación de una clase social por otras, es decir, que probablemente no existía ninguna contradicción entre el interés colectivo y el interés particular que pudiera manifestarse en forma de Estado, tal cual lo era en el resto del mundo para la época y lo es actualmente. En ese sentido, la policía, las leyes, los tribunales y las cárceles no tenían ninguna lógica de existencia en ausencia de la propiedad privada. Tampoco había contradicción entre la ciudad y el campo, ya que no hay evidencia alguna de la existencia de la propiedad de la tierra y la propiedad de la industria o del trabajo manufacturero medieval.
Las guerras entre pueblos se daban fundamentalmente con la intención de capturar personas y sacrificarlas para sus dioses, pero no revestían el carácter de apropiarse de riquezas. Podríamos afirmar, ya que no hay estudios profundos al respecto, que las fuerzas esenciales de nuestros nativos, su cosmovisión, su ser genérico, fue abruptamente interrumpido al imponérseles una nueva forma de vida basada estrictamente en la existencia del capital.
La invasión y con ella el saqueo y la violencia clasista que dejó más de 60 millones de muertos, solo fueron medios útiles y necesarios para imponer la nueva cultura, la economía. La religión impuesta, es decir, el cristianismo, era imposible sin la existencia primero de categorías materiales. El egoísmo, la avaricia, la idea de desarrollo basado en la riqueza individual tuvieron que haber surgido en ese período convulsionado, producto de esa imposición económica.
¿Cómo imponer algunas prohibiciones sagradas y bíblicas contra el robo y contra la codicia a los bienes ajenos, sin que estas categorías económicas hicieran parte de la vida social de los pueblos conquistados? ¿Cómo se prohibía lo que no existía? Al final, el judío-cristianismo fue el instrumento que bendijo la maldad impuesta: el capital.