Nadie en el mundo esperaba una guerra así, con el estrépito de la de Ucrania, que desafiara el orden liberal vigente desde 1945, que cuestionara la competencia de las grandes potencias, hiciera tambalear el sistema de seguridad europeo establecido después de la caída del Muro de Berlín y amenazara enredar el tejido económico, incluso más que la crisis de 2008.
Menos esperado aún es que se llegara a la cifra de 100 días de una guerra devastadora, escenificada delante de los ojos de todos los gobiernos europeos que son los directamente concernidos y de los medios mundiales que, a Ucrania, le han dado un despliegue como pocas veces se ha visto.
De semejante maremágnum de cosas, comportamientos que llaman nuestra atención, actitudes y posiciones asumidas frente a la crisis ucraniana que lleva al ser humano a plantearse por su papel en los destinos de la humanidad, surgen mil preguntas que exigen respuestas que aporten luz.
¿Tarea imposible? Mirar las cosas como son, no es la gran virtud de los hombres y las mujeres. Más bien se imponen los rodeos que llevan a la procrastinación y su consecuencia nada recomendable de dejar las cosas como están. Quién debe responder esas preguntas. Todos, no solo los políticos y los partidos, aunque ellos son los primeros implicados porque son los depositantes de las emociones y sentimientos de sus electores.
¿Dónde está Europa?
En el continente se han agotado las ideas. Hasta de pronto se han extinguido como los dinosaurios. Putin planteó su idea, la más ardua y agotadora. La idea de las armas, tan inconveniente ella.
Europa respondió de la misma manera. Armas, armas, armas. De esta manera demostró que su voz es cacofónica, sin capacidad de convicción y que es como el
antigüo imperio español, del que Voltaire afirmó: “Hoy no queda sino el esqueleto”.
La Unión Europea fue la respuesta pacífica a la plaga guerrera de esa tragedia que representaron las guerras de 1918 y 1945. Este recuerdo angustiante ya se olvidó.
Ucrania dejó al descubierto el apetito voraz por el armamentismo. De la noche a la mañana vinimos a saber que todas las agendas gubernamentales con su portafolio de ofertas quedan supeditadas a las sobras que dejen los fabricantes de armas, que están embargados por la felicidad que les ha llovido del cielo. Llegan pedidos de todas partes.
El 2 junio en el diario alemán WELT hay un titular que hubiera producido sonrojo y repudio, hace tan solo pocos meses: “Las nuevas armas de Alemania y EE.UU. pueden cambiar el curso de la guerra”. Huele a regocijo, a satisfacción y orgullo nacionalista. Durante la Guerra Fría, el miedo principal era al rearme alemán, aunque tenía prohibido poseer armas, como Japón. Con Ucrania a los protocolos se les hizo trizas.
¿Es la hora del festín de las armas?
Aún sin terminar el coronavirus, de pronto llegó algo peor, la fiebre de la guerra. Covid-19 hizo retroceder al mundo varias décadas en los pequeños progresos que había hecho: violencia doméstica, igualdad de género, resurgimiento de la pobreza extrema. Las sociedades se encogieron en sus valores de bienestar, pero los líderes políticos aprovecharon para dar su zarpazo, amparados en los confinamientos.
En Alemania, donde en apariencia existe moralidad, Nikolas Lôbel, diputado de CDU, reconoció haber cobrado una comisión de 250.000 euros por recomendar la compra de sus mascarillas.
En España, el hermano de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, según lo admitió ella misma, cobró de comisión por un contrato de mascarillas 55.850 euros. Aunque Pablo Casado, presidente del PP, habló de una comisión de “280.000” euros. Por denunciar esto, el PP destituyó fulminantemente a Casado.
En Estados Unidos corrieron ríos de dinero y eso dio lugar a la gran feria de la corrupción.
En Colombia su Gobierno vendió festivamente sus reservas de oro y solicitó un generoso préstamo por $17.000 millones de dólares al FMI que alborozado concedió.
Si covid-19 disparó las alarmas de la corrupción, qué se podrá esperar de este festín de gastos en defensa que son 10 veces más onerosos. Anunciados bajo la falsa ecuación: Invertir en armas es invertir en la paz y la libertad. ¿Quién dio a luz semejante ardid?
¿Los líderes políticos se evaporaron?
Por lo que se ve, no hay en Europa ningún líder político que esté por encima del nivel de Vladimir Putin.
Sir Andrew Wood, en Chatham House, anota: “La tragedia de Rusia es que Putin y su entorno no van a cambiar, ni pueden hacerlo, ni su gobierno, ni las políticas que han surgido de él”.
Alemania es la locomotora de Europa. ¿Al canciller Olaf Scholz quién lo mueve? Es una veleta. Avanza, retrocede. Es de los que dice, donde dije digo, digo Diego. Eso genera desconfianza.
Cuando se reunió con Biden, 2 febrero, en la Casa Blanca, no hizo referencia una sola vez a “Nord Stream 2”. Cuando era uno de los nudos gordianos del conflicto.
¿Será asunto de carácter? Su biógrafo Lars Haide dice que Scholz “deliberadamente no responde directamente las preguntas”.
Tanto en la Europa de occidente como en la del este ninguno de sus líderes tiene una opinión propia. Esto es lo que irradia Ucrania. Todos tienen una amarga sintonía. La unanimidad es reprochable porque refleja hipocresía y hace que sus pasos se muevan al vaivén del servilismo.
Es obvio que cada nación tiene su impronta. Un checo en nada se parece a un italiano. El portugués es diferente al belga. Eso es hermoso y debería reflejarse en el debate del mundo. Las ideas necesitan atemperarse en la deliberación.
El tema de Ucrania no se puede resolver, olímpicamente, con armas.
¿Viktor Orbán es una voz amordazada?
El grupo Visegrado (V4) parecía tener carácter antes de Ucrania. Luchaban, a su manera, con Bruselas el gran ogro que impone sus decisiones a los países miembros de la Unión Europea. Esta actitud hizo que Gran Bretaña no aguantara sus decretos inapelables, y más bién optó por el retiro de la UE en 2016. Lo que se conoce como el Brexit.
La voz por antonomasia del V4, cuatro países de la órbita soviética, era Viktor Orbán. Un mago en el arte de decir lo que la gente quiere escuchar. En Bruselas se muestra abierto al diálogo. Si se dirige a los húngaros deja claro que en Hungría manda el pueblo.
Sabe ganarse el aprecio de Vladimir Putin. Corteja con tino a Xi Jinping. Logra ganarse elogios de Donald Trump cuando acude al Despacho Oval. Y sabe en qué momento hay que decir: “Europa no funciona sin valores cristianos”. Ha domeñado a George Soros, sin que le tiemble el pulso.
Con las sanciones a Moscú se ha atrevido a decir no. Lo cual es refrescante. El consenso, cuando hay mordazas de por medio, lleva al entumecimiento de los órganos y las instituciones y aleja al votante de las urnas.
El primero de junio, Orban se opuso a que el patriarca Kirill de la Iglesia Ortodoxa rusa fuera sancionado por la UE. Kirill, a quien el papa Francisco llamó “monaguillo de Putin”, apoya sin fisuras al presidente Putin y aprueba sus acciones en Ucrania.
Budapest se opuso a que Kirill fuera puesto en la lista negra. “Por razones de principio, este es un tema aún más importante que el embargo petrolero”.
Orban doblegó a la UE que finalmente no sancionó al patriarca ruso. Su voz resplandece entre el oscurantismo inquisicional de Ucrania.
¿Erdogan es el gran sultán de la OTAN?
Turquía fue eje vital del Imperio Otomano. Cuna de civilizaciones. Hace 70 años pertenece a la OTAN. Pero se le ha impedido ingresar a la Unión Europea porque la Comisión Europea juzga que su situación económica y política no es óptima. Si esto es así, ¿Ucrania no está en peores condiciones para ser aceptada, ya mismo?
Recep Tayipp Erdogan ha dominado la política turca desde hace varias décadas. En 2010 cuando floreció la Primavera Árabe, la revista TIME le daba la dignidad de “modelo para los islamistas en ascenso”. Casi tan grande como Atatürk.
Diez años después, ya lo empezaron a enmarcar como el tercer jinete del apocalipsis autocrático, al lado de Xi Jinping y Vladimir Putin. Esta tría sirvió de espejo a Orban.
Turquía vive deshojando la margarita entre lo prooccidental y sus raíces islamistas. En junio de 2019, el partido islamista de Erdogan, AKP, perdió la alcaldía de Estambul, con el opositor socialdemócrata Ekrem Imamoglu. Por primera vez en 25 años la ciudad del Bósforo no tenía un gobierno islamista.
Esta derrota encendió las alarmas en la corte de Erdogan. Para recuperar terreno ante los nacionalistas, se sacó un as que tenía bajo la manga: oponerse al ingreso en la OTAN de Finlandia y Suecia, por su apoyo a los Kurdos, enemigos de Erdogan.
Su argumento para oponerse está en un artículo que le pidieron para The Economist, 30 mayo, consiste en que ve peligroso el ingreso de estos dos países, “para su seguridad y el futuro de la organización”. El pulso de Erdogan con la OTAN se decidirá en la próxima cumbre de la organización atlántica en junio en España.
Hoy su imagen de líder indiscutido dentro de su país libra un forcejeo tenaz contra la inflación que azota Turquía de un 73,5%, ni así acepta que el banco central, que él controla con mano de hierro, suba las tasas de interés. ¿La inflación podría ser más decisiva, que su posición ante la OTAN, para que pierda las próximas elecciones?
¿Ha emprendido Estados Unidos una nueva cruzada?
La uniformidad europea en torno al tema Ucrania ha sido moldeada y construida por Washington, más por orgullo imperialista que por solidaridad. En Estados Unidos nadie sabe en dónde está Ucrania.
Trump había sembrado cizaña, según Europa. En 2017, la canciller Merkel dijo su famosa frase: “Tenemos que tomar el destino en nuestras propias manos”. Porque el presidente Trump había decidido seguir su propio camino: America First y olvidarse de Europa.
Pero llegó Biden diciendo: “América está de regreso”.
Y Putin decidió tomar el destino en sus propias manos. Europa despertó, tarde, pero su actuación consistió en ponerse en manos de Joe Biden, un viejo zorro, él. Al obrar así, mostró su enorme debilidad: carece de un modelo propio para hacer frente a crisis como la de Ucrania. Queda patente que es un armatoste de burocracia.
Biden, que decidió retirarse de Afganistán, ahora se ha tomado la guerra de Ucrania como su cruzada particular.
Si los cruzados de la Edad Media querían recuperar los Lugares Santos. ¿A dónde pretende llegar Estados Unidos? ¿Recuperar su dominio absoluto del mundo?
¿Anhela su cruzada, aprovechando la añagaza Ucrania, atiborrar a Europa con sus armas mortíferas –claro, con instintos capitalistas- y así instaurar, a mayor escala, las constantes matanzas, como las de Uvalde o Buffalo, pero a nivel de países que quieren ajustar viejas cuentas?
Al salir de su reunión en el Despacho Oval de la Casa Blanca, con el presidente demócrata Joseph Biden, junio 2, el Secretario General de la OTAN, Jens Stoltenberg, habló ante la prensa: Los países occidentales deben prepararse “para una guerra de desgaste” a “largo plazo”.
¿Una Ucrania “democrática, independiente, soberana y próspera”?
Así escribió el presidente Biden en el NYT, 1 junio. Esto es lo que él persigue en Ucrania. Se nota que el presidente ucranio Zelenski lo convenció. Y porque ahora Ucrania es una democracia –esta se la debe a la guerra- Zelenski exige “un proceso acelerado” de ingreso a la Unión Europea –Turquía lleva en lista de espera 30 años- “cumplimos con los criterios europeos”, afirma en sus vídeos en Bratislava y el parlamento de Luxemburgo de junio 2.
Ursula von der Leyen le responde de inmediato: Antes de la adhesión, la UE espera reformas de Kiev: reformas en la administración estatal, lucha contra la corrupción y fortalecimiento del poder judicial independiente, dice Leyen y le advierte a Zelenski: “La rápida adhesión no es actualmente la máxima prioridad de Bruselas”. Planea por toda Europa la figura de un Zelenski, autócrata de corte stalinista.
Y el Wall Street Journal es aún más preciso: “La guerra de Rusia contra Ucrania en 100 días no tiene final a la vista, lo que amenaza los costos globales, devora los recursos de ambos países y daña la economía mundial”.
¿Hasta cuándo Joe vas a llevar tu infernal, loca y demoniaca cruzada?