Hace más de diez años asistí a una conferencia del señor Pedro Medina, en ese entonces alto directivo de McDonald’s, quien presentaba una charla llamada “Yo creo en Colombia”.
Su presentación, muy entretenida por demás, consistía en una extensísima enumeración de las singularidades de nuestro país en las cuales —según el— se debería sustentar el inquebrantable orgullo de ser colombianos.
Don Pedro hablaba de café, esmeraldas, oro, climas, mariposas, selvas húmedas, anfibios, estrellas de mar, arrecifes, colibríes, orquídeas, levantadores de pesas, ciclistas, carnavales y no se cuántas más maravillas, mientras el público, henchido de orgullo patrio, recibía gustoso los bonos para reclamar papitas fritas en McDonald’s con los que el conferencista premiaba su participación.
Recuerdo que le pregunté a Don Pedro —y recuerdo además que eso le disgustó mucho— qué pitos tocábamos nosotros en su listado prolijo. Es decir: cada una de las maravillas naturales, de los logros deportivos, de las conquistas empresariales, todas ellas muy documentadas y verídicas, eran el resultado o bien del azar geográfico o bien de esfuerzos individuales o limitadamente colectivos en los que yo no había tenido la más mínima participación. ¿Por qué, entonces, debería sentirme orgulloso por eso?
Las tres cordilleras exuberantes que recorren a Colombia, sus dos mares prolíficos, sus esmeraldas únicas, sus frutas exóticas, están ahí por asuntos de suerte. Yo no aboné un solo cultivo frutal y perfectamente pude haber nacido en el árido desierto afgano.
Además, créanme, no puse dinero para ayudarle a María Isabel Urrutia en sus entrenamientos, ni hice rifas para que Mariana Pajón comprara una bicicleta, ni programé un bingo bailable para recoger fondos en favordel viaje de los practicantes de judo a los juegos olímpicos.
Si. Veo a Rigoberto Urán y a Nairo Quintana trepando en las montañas italianas y me emociono, se me encharcan los ojos, aplaudo, grito. Pero precisamente por eso, porque me parecen ejemplos de superación personal, de vencimiento de las adversidades, de perseverancia admirable, es que me niego, por pudor y respeto, a considerar como míos esos triunfos individuales o arrogarme el derecho a enorgullecerme por sus conquistas.
Que levanten la cabeza con genuino orgullo —¡porque tienen todo el derecho y todas las razones! — el papá de Nairo que lo apoyó en su infancia, la familia de Mariana Pajón que apostó hasta su patrimonio para que ella consiguiera sus triunfos, los amigos de María Isabel Urrutia que recogieron fondos para sus viajes. Nosotros, los que observamos a la distancia, deberíamos ponernos de pie, quitarnos el sombrero, emocionarnos, y preguntarnos dónde están los motivos reales para sentir orgullo colectivo.
Y esa es la pregunta del millón.
En la década de los 60 la práctica totalidad de la sociedad cubana de entonces se volcó al campo y a las zonas marginales de las ciudades y en una campaña admirable, erradicó el analfabetismo.
Los jóvenes egipcios tomaron la Plaza de Tahrir en el 2011 y lograron, mediante su accionar pacífico, deponer una sangrienta dictadura de más de 30 años.
La India, bajo los dictados de la Noviolencia de Gandhi, logró su independencia sin acudir a las armas.
Solo tres ejemplos de logros colectivos trascendentales que son por sí mismos suficiente motivo para justificar un sano orgullo nacional.
Nosotros seguimos fundando nuestra autovaloración en los logros individuales y en la suerte geográfica que nos correspondió.
Ojalá algún día nos convirtamos, por acciones colectivas dignas, en un lugar a la altura de héroes como Nairo Quintana y Rigoberto Urán.
Fecha de publicación original: 2 de junio 2014