De Armero solo quedan ruinas. Una ciudad perdida con piedras esparcidos por un vasto terreno, una catedral de la que solo podemos ver el piso, el antiguo hospital de aspecto fantasmagórico y un sinfín de casas y edificios sepultados para siempre entre la selva y el abandono.
Quizá, si en Colombia la memoria valiera más que el olvido, este espacio podría haber sido un buen lugar para erigir un gran monumento o un mausoleo en recuerdo a las miles de víctimas, desaparecidos y fallecidos. Pero no ha sido así y, en vez de haber tenido la decencia de dejar paso a un homenaje a los que padecieron ese horror, treinta años después Armero es, como último ultraje a los muertos, un sitiopara desaprensivos guías, para viajeros que disfrutan el macabro exotismo de un paisaje desgarrador, para brujos que saquean el cementerio y para vulgares rateros
Uno de los supervivientes de la catástrofe, Germán David Lamilla, cuenta en uno de sus escritos: "A las 11 y 15 de la noche mi abuelita Lilia me despertó sobresaltada, repitiendo incesantemente que el río Lagunilla se había desbordado. Al saltar de mi cama, el agua ya casi me tapaba, por lo que me vi en la necesidad de sentarme en la parte superior del camarote en que dormía, mientras apretaba con fuerza la mano de mi abuela. Esto me ayudaba a controlar el temor que me embargaba".
Y continúa el relato de este militar que entonces era sólo un niño de once años: "Estábamos en la total oscuridad y no teníamos conciencia de lo que estaba sucediendo y menos aún de lo que vendría luego. Escuchamos un fuerte estruendo de sonido aterrador. En ese momento no lo sabíamos, pero fuera de la seguridad de nuestro resistente refugio, gigantescas piedras impulsadas por la fuerza de la avalancha caían sobre Armero, derribando casas y arrasando personas que intentaban huir de la muerte".
El cementerio de Amero, por estar situado en la parte alta de la ciudad, fue uno de los pocos lugares que no fue arrasado por la potente avalancha. Muchas personas buscaron refugio en este recinto y esperaron durante horas a que llegaran los servicios de emergencia para que les pusieran a buen recaudo. El lugar, junto con la llamada zona de tolerancia de Armero, era una de las zonas más seguras en esos momentos de zozobra, calamidad e incertidumbre. Según cuentan los guías locales –jóvenes que enseñan la ciudad fantasma por apenas $10.000–, en ese cementerio nació un niño, que se llamaría Armero, y cuya madre murió en el parto ante la falta de asistencia sanitaria. Los restos de un club de alterno, el Apolo 11, todavía son visibles.
El cementerio está siendo vilmente saqueado por vulgares rateros, supuestos brujos que utilizan para sus ceremonias los restos óseos y jóvenes buscavidas que vagan por ese entorno surrealista. El aspecto que presenta la necrópolis es dantesco: nichos destrozados, lápidas levantadas, cráneos, fémures y todo tipo de huesos desperdigados por el lugar y tumbas abandonadas desde hace años. Incluso se pueden ver hasta dentaduras postizas de los fallecidos.
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La paradoja de este cementerio, hoy pasto del saqueo y la rapiña, es que habiendo sobrevivido al desastre natural sea hoy un terreno casi selvático, abandonado por todos –incluidas las instituciones e incluso aquellos que tratan de preservan la memoria de Armero y sus víctimas– y dejado a merced de los ladrones de tumbas.
Muchos de los enterrados en ese cementerio no tienen a nadie que les pueda velar, ya que sus familiares más cercanos fallecieron en la tragedia o viven en otros lugares. Hace años que ya nadie deposita flores o reza por estos muertos olvidados. Abandonados, estos hijos con nombre y apellidos son presa de un anonimato colectivo y se convierten en los últimos vestigios de lo que un día fue un próspero y rico Armero. Como restos de un pasado que nunca volverá, estas tumbas abandonadas son los únicos rastros de una ciudad fantasma que todavía agoniza y que, entre las selvas y los matojos que han ido invadiendo este gran camposanto, reivindican a los que ya no están e incluso a las más de 4.000 personas que se fueron y cuyos restos nunca fueron encontrados.
Por ejemplo, algunos, como el director de la Fundación armando Armero, Francisco González, denunciaba hace un par de años que "han pasado 28 años y a un sitio abandonado llegan ladrones. Antes lo hicieron con los muertos y heridos a quienes les robaron cadenas, anillos y hasta piezas dentales de oro. Luego se llevaron las tejas, puertas, ventanas, todo lo que podían vender. El cementerio les resultaba atractivo para robar, lápidas, mármoles o elementos que podían vender. Por ejemplo mi madre estaba enterrada en una bóveda y le robaron el mármol donde estaba su nombre: María Antonia Cortés de González. En 2005 decidimos llevar sus restos que hoy reposan en el cementerio de Honda".
Se cuenta que los restos óseos son utilizados, como ya se ha dicho antes, para ceremonias de brujería, pero también que las tumbas son saqueadas porque los rateros creen que los enterrados tienen joyas, bienes preciados, monedas, dentaduras postizas con implantes en oro y otras pertenencias que consideran de valor. Sea cual sea la razón, el espectáculo que presenta el antiguo camposanto es dantesco, alguien debería hacer algo porque, finalmente, como señala el investigador Luis Alberto Suárez Guava, "Armero se convirtió en un cementerio con cementerio: un cementerio en donde lo desenterrado, el cementerio antiguo, es lo que debería estar enterrado".
Dicen los lugareños que Armero sufrió una maldición religiosa. Al parecer, habría sido objeto de la maldición del cura Pedro María Ramírez, asesinado y arrastrado por el pueblo el 10 de abril de 1948 y quien antes de expirar maldijo a todo el pueblo y supuestamente le condenó para toda la eternidad. La leyenda sigue contando que habría protegido el barrio de tolerancia pues las prostitutas fueron quienes le dieron “cristiana sepultura” tras su muerte.
Historias al margen, el pueblo de Armero ya había sufrido otras desgracias en su historia y hay constancia en las crónicas de que había sido destruido en 1595 y en 1845, también debido a la fatídica y pertinaz acción del volcán del Nevado del Ruiz. Sin embargo, fue esta última avalancha la que borró al pueblo de la superficie terrestre y destruyó para siempre a la tercera localidad del Tolima, una urbe agrícola, rica y prospera.
Por: Ricardo Angoso
@ricardoangoso
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