Esa noche su madre llegaba a Bogotá, volvía de Cali por el temor de perder a su hijo por líos legales. Sergio, se bañó cerca de las 7.00 pm., le mostró el uniforme de su nuevo colegio a la persona que cuida a su abuela de 90 años. Dejó la comida servida y salió de la casa con un rumbo definido y una decisión tomada. Sergio y su mamá no alcanzaron a cruzarse en el camino.
Desde hace 6 años estudiaba en el Gimnasio Castillo Campestre, una institución católica, de Tenjo, Cundinamarca. Llegó aquí por la ilusión de sus padres de que cursara bachillerato en un colegio más grande y con mejores instalaciones al del barrio, donde cursó la primaria. Estaba en grado once, le faltaban cuatro meses para graduarse. Pero ni él, ni sus padres llegaron a imaginarse lo que estaban a punto de enfrentar en este lugar por el secreto que su hijo aun les guardaba.
Todo empezó a principios de mayo de 2014, cuando una amiga le tomo con su teléfono celular una foto a Sergio David besando a su pareja, una muestra de amor que lo condenó a la peor de las persecuciones y discriminaciones, pues desafiando las leyes de la naturaleza y las del colegio al cual pertenecía, se atrevió a amar a otro hombre, Danilo Ospina. Cuando su profesor de educación física, Mauricio Ospina descubrió aquella foto, llevó el caso a las directivas de la institución y los jóvenes fueron llamados a “Psicorientación”.
Como si estuvieran ante un tribunal, acusados por el más terrible delito, el 12 de junio, la psicóloga del colegio, Ivón Andrea Cheque Acosta citó a Sergio y a Danilo para que explicaran ante la coordinadora de turno y cuatro docentes más, su relación de pareja.
Fueron sentenciados a confesarles esa relación a sus padres antes del 20 de junio. Una amiga de clase recuerda que estaban preocupados y temerosos de esta reacción. Pero Sergio se llenó de valor. Primero le contó a su papá, a quien le tenía una profunda confianza, y luego a su mamá. Los dos lo respaldaron y le recordaron que más allá de sus preferencias sexuales él era su hijo y lo iban a apoyar.
Pero su novio, lamentablemente no contó con la misma suerte, el escenario fue totalmente distinto: sus padres se escandalizaron, lo aislaron y lo retiraron de clases. Fueron los primeros pasos que dio en un largo camino a recorrer lleno de espinas.
“Estoy un poco cansado de responder esa pregunta (si soy bisexual). No creo que el amor tenga etiquetas, realmente. Pero, si de alguna forma, algunos/as sienten la necesidad de etiquetarme, preferiría que se me incluyese dentro de la teoría ‘queer’ (minorías sexuales que no son heterosexuales, heteronormadas o de género binario)”.
Robert Urrego y Alba Reyes, el 25 de noviembre de 1997 en Bogotá, celebraron el nacimiento de Sergio David, un joven que los llenó de orgullo al ocupar los primeros lugares en todas las clases. Con una irreverencia sinigual y un estilo crítico, que le permitieron sin vacilar hacer los más duros reproches a las religiones y ser un anarquista por convicción. Defensor acérrimo de los derechos humanos. Se decía ateo. Admirador de Édgar Allan Poe. En temas de música, prefería la ópera. Y como el buen padre que quizás sería, se sentía muy orgulloso de su gato Oreo, el cual adoptó.
Pertenecía a la Unión Libertaria Estudiantil. Era gay y expresaba con toda libertad sus preferencias sexuales, principalmente a través de redes sociales como Twitter, Facebook y Ask. Eran su diario. El lugar donde se desahogaba y protestaba ante todo aquello que no admitía, donde sus amigos y miles de seguidores lograron conocer al verdadero Sergio; no el joven de malos pasos, y titiritero que Amanda Azucena Castillo rectora de su colegio, el Gimnasio Castillo Campestre, consideraba que era.
Ante la persecución absurda que las directivas del colegio emprendieron contra él, el 1 de julio, Alba Reyes y su hijo radicaron una queja ante la Secretaría de Educación de Cundinamarca en contra del Gimnasio Castillo Campestre. El documento denunció la discriminación que tuvo su hijo por su preferencia sexual.
La rectora de la institución le prohibió la entrada a clases hasta que presentara un certificado de acompañamiento psicológico todos los meses hasta el día de su grado. Como si amar fuera una enfermedad o un problema psicológico, como si el amor tuviese cura y si la tenía, estuviera entre terapias psicológicas.
El lunes 14 de julio el papá llevó el certificado al colegio para que su hijo por fin reanudara clases. Pero al día siguiente, mientras Sergio esperaba que lo recogiera la ruta del bus, la psicóloga lo llamó y le dijo que los documentos no cumplían con los “parámetros requeridos” y que no podía ingresar aun a la institución.
Todo se había convertido en un efecto domino, cada día aparecían más piedras en su camino, y entre ellas una rosa que con sus espinas, lastimo el más inocente sentimiento que a sus 16 años, decidió entregarle a Danilo Pinzón. La Unidad de Reacción Inmediata de Engativá llamó a su padre Robert Urrego y le informo que existía una denuncia por acoso sexual contra su hijo. La queja la habían puesto los papás del novio de Sergio. El derecho de petición que hicieron, el 22 de julio de 2014, dice que Sergio “pretende con su actuar manipular y dominar a su hijo para que acceda a mantener una relación de noviazgo con él por medio de manifestaciones afectivas en público”.
Según una compañera del colegio, la relación con su novio era muy intensa. Los dos demostraban su afecto. El inicio de la relación fue más por un capricho de su pareja que por algo que hubiese incitado Sergio.
“Sergio estaba destrozado con la denuncia”, afirmó su padre, Robert Urrego. Por eso decidieron retirarlo e inscribirlo en su antiguo colegio, el Liceo Normandía.
Sergio recurre a Olga Milena Jankovich, directora del Liceo Normandía, donde cursó con honores la primaria, para solicitarle ayuda para conseguir un cupo en el colegio para terminar su bachillerato, ya que era lo “único” que anhelaba en ese momento. Aunque para esa fecha era difícil otorgar un cupo para grado 11, empieza a gestionar su ingreso, ya que más que quererlo, lo admiraba y se sentía profundamente orgullosa de haber sido su maestra, sabía que llegaría lejos. Al graduarse, tenía pensado estudiar inglés en Australia y luego ingeniería ambiental en la Universidad Distrital de Bogotá. Los padres lo matricularon y le compraron los uniformes de su nuevo colegio, y el primero de agosto pasó a saludarme a mi oficina. Desafortunadamente yo no estaba, pero me dejó un postre, saludó a los profesores y manifestó que con ellos había pasado los mejores años de su vida. Comento la directora Olga Milena. A pesar del retiro del colegio, por trámites de inscripción, Sergio presentó las pruebas del Icfes a nombre del Gimnasio Castillo Campestre, el pasado 3 de agosto. El lunes siguiente no había clase, ya que los colegios acostumbran a dar un día libre “post-icfes”.
El 4 de agosto cuando Alba, su madre, llega a Bogotá y entra a la casa encuentra sobre la mesa del comedor una nota que decía: “Se presentó un problema, no puedo ir al colegio”. Extrañada subió a buscar a Sergio a su cuarto pero él ya no estaba. En la cama encontró una segunda nota que decía: “Estas cosas sólo las pueden tocar mi madre o mi padre. Las que están selladas entregarlas así. No abrir”, junto a varios libros y una nota para sus amigos.
“Si sabes tanto ¿cómo es que vas a morir? El suicidio siempre es una opción. Quiero morir sabiendo, aunque todo se pierda”.
Sergio, se encontraba recorriendo los pasillos del centro comercial Titán Plaza, al noroccidente de Bogotá, en medio de una multitud de gente, estaba inmerso en una gran soledad. Aquel lugar parecía el laberinto en el que se había convertido su vida desde hacía unos meses. No encontraba las salidas. Los señalamientos atormentaban su mente y frenaban sus alientos de continuar luchando. Pero entre pasos y pasos, se encontró de pie junto a una de las barandas de la terraza que estaba en el cuarto piso.
Su madre abre la carta y decía: “Hoy espero lean las palabras de un muerto que siempre estuvo muerto, que caminando al lado de hombres y mujeres imbéciles que aparentaban vitalidad, deseaba suicidarse, me lamento de no haber leído tantos libros como hubiese deseado, de no haber escuchado tanta música como otros y otras, de no haber observado tantas pinturas, fotografías, dibujos, ilustraciones y trazos como hubiese querido, pero supongo que ya puedo observar a la infinita nada.
Eran las 7:15 p.m. cuando Sergio hace una publicación en Facebook que dice: “Adiós mundo cruel, te voy a dejar hoy. Adiós, Adiós, Adiós. Adiós a todos ustedes. No hay nada que puedan decir, para hacer cambiar mi mente. Adiós”. Segundos después decidido lanzarse al vacío, cansado de la estigmatización y rechazo de una comunidad que no estaba preparada para aceptar su homosexualidad. Pero como si el destino y la vida misma, estuviesen en contra de los deseos de su corazón, logro sobrevivir ante el impacto.
Fue atendido de forma inmediata, gracias a la atención del cuerpo de Bomberos y a un equipo de enfermería de la Cruz Roja, de Titán Plaza, fue estabilizado y enviado a la Clínica Shaio, pero luego de tres horas de lucha y tras una muerte cerebral, falleció. Solo fue una pequeña tregua que la muerte quiso darle al reencuentro entre madre e hijo.
“Gracias a la vida que me ha dado tanto, me ha dado la marcha de mis pies cansados. Con ellos anduve ciudades y charcos, playas y desiertos”.
Entre las líneas de sus cartas, pidió que donaran sus órganos y que no lo enterraran con curas ni oraciones; como si aun después de morir no perdonaba a la religión y creencias que profesaba su colegio, causales de los problemas que tuvo últimamente en él, y que fueron el detonante de su suicidio.
Aunque se había ido para siempre, aun así no quería que su memoria quedase manchada por acusaciones falsas e ilógicas. La tercera carta que dejó estaba en la mesa de noche de su madre, en ella desmiente las acusaciones por acoso sexual de la familia de su novio: “En la memoria de mi celular y en el escritorio de la pc quedan dos pantallazos de nuestras conversaciones en WhatsApp que demuestran que él no se sintió acosado en ningún momento, pues respondía con naturalidad a los mensajes. Nunca en mi vida he acosado sexualmente a nadie, me parece un acto reprochable”.
Uno de los grandes miedos que tenía era perder a su abuela, por eso le dedicó algunos apartes de sus cartas como su despedida. Iba a extrañar sus manos, su manera de mirar, de soñar, de añorar la juventud: “Nunca deseé morir antes que ella, pero esto ya no da más. En realidad pido unas muy sinceras disculpas por esto”
“Si tuvieses superpoderes, ¿cuál sería y como lo usarías? Elegiría la inmortalidad, para experimentar cuantas veces quiera el suicidio”.
El viernes 8 de agosto fue el funeral. Una de sus compañeras, recuerda que ese día fueron 40 de los 42 estudiantes del grado once de su antiguo colegio, que gracias a sus políticas absurdas le forjo el camino hacia el vacío.
Dejó a Oreo sin su compañía, a su abuela esperando su regreso, a su madre anhelando haber llegado una hora antes, a su padre deseando haber compartido más tiempo a su lado, a un amor arrepentido de no haber luchado junto a él para que no se rindiera , a miles de seguidores en Twitter, Facebook y Ask, extrañando sus debates, opiniones, irreverencias y confesiones, a una toga y birrete sin usar, a un grupo de amigos que verán el día de su grado una silla vacía, y a una sociedad que a pesar de los años que pasan no han logrado admitir que existen personas diferentes, igual o más valiosas que ellas.
“Aquel que toma la decisión de quitarse la vida voluntariamente, ha dejado de lado las moralidades obscenas que nos han impuesto a través de los años, se ha liberado de ataduras con las que nos mantienen en una larga vida sin objetivo y con valor ha enfrentado la muerte. Independientemente del motivo por el cual una persona se suicide o se quiera suicidar, la decisión es plenamente personal y no se debe ver a través del cristal moral o cristiano, simplemente, hay que aceptar la osadía de esta emancipadora acción.”