Jamás leo los comentarios hechos por los lectores a mis columnas. Y no lo hago por dos razones. La primera es mi salud: los comentarios tienen un alto potencial de afectarla tanto si son agresivos como si son elogiosos. La segunda es que comparto la afirmación del recién fallecido Umberto Eco con relación a que las redes sociales “le dan la palabra a una legión de idiotas”.
Sin embargo esta semana, precisamente uno de esos empoderados por las redes, decidió hacerme llegar de forma más personal sus reflexiones con relación a mis columnas y depositó sus buenos deseos en el buzón de mi mail personal. Toda una muestra del más depurado amor cristiano.
Por años he leído las anécdotas de muchos de los divulgadores científicos y de los escritores escépticos que más admiro, sobre los repetidos insultos y amenazas que reciben de sus airados detractores. ¡No sabe mi cristianísimo lector cuánto le agradezco el inmerecido privilegio de haberme hecho compartir ese sentimiento de cómico estupor con algunos de los personajes que considero referentes!
Y sumo ese agradecimiento a otro no menos importante.
Pocas veces quienes polemizamos
ganamos los debates por goleada
Pocas veces quienes polemizamos ganamos los debates por goleada. De hecho, la polémica sensata y estimulante suele ser un escenario más parecido a un tira y afloja que a un podio. Es francamente rarísima la coyuntura en que tu rival se pone de pie y te concede toda la razón, antes siquiera de empezar el debate.
Gran parte de mi discurso se basa en intentar poner en evidencia la perversidad de la moral cristiana construida sobre el anacrónico modelo del cordero sacrificial y que nos vende como deseable un universo donde un ser superior se hace cargo de nuestros pecados, es decir, uno donde podemos evadir las consecuencias de nuestros actos por el simple hecho de plegarnos a las vanidosas peticiones de una entidad megalómana. Una moral enferma disfrazada de amor, sobre la que se fundamentan, entre otros muchos males, la discriminación, el rechazo a lo diferente, el odio y la misoginia.
Muy pocas veces, digo, quienes se oponen a mi visión me conceden, por completo y de inmediato, la razón sobre el verdadero carácter malévolo y putrefacto de la religión. Por haberlo hecho esta vez y por hacerlo de un modo superlativo, debo agradecer, con los ojos aguados, a mi devoto lector.