Los cien millones de muertos que las cifras más realistas le atribuyen al comunismo durante el siglo XX, no han sido suficientes para que esta doctrina desaparezca del espectro de ideologías socialmente aceptadas. Al nazismo le costó menos cadáveres ser proscrita de la faz de la tierra, tanto que en varios países europeos es un delito portar símbolos asociados al nacional-socialismo.
Mucha menos exposición ha tenido la tragedia de los Kulaks en Ucrania, una terrible hambruna ocasionada por los líderes soviéticos, o la masacre de Mao con su “gran salto adelante”, cuando se les compara con el horror de los campos de concentración alemanes. Cientos de películas, documentales y libros han posicionado en la cultura popular, con justicia, al holocausto como una aberración de la raza humana que nunca debiera repetirse. No obstante, llama la atención que las atrocidades comunistas estén lejos de ser percibidas de la misma forma, ¿a qué se debe esa suerte de indulgencia, o quizá de ignorancia, que cobija a las perversidades que se han incubado en estos regímenes?.
Los muros de las universidades públicas colombianas están pintados con retratos de políticos e ideólogos comunistas, el Che Guevara, Fidel Castro, Lenin, Mao y hasta Stalin, conforman esas galerías de arte “comprometido”, tan de mal gusto como indignantes. En las cátedras de las facultades de humanidades, ciencias sociales o de derecho, el marxismo no ha dejado de ser una doctrina con gran influencia intelectual. En Venezuela, Ecuador, Bolivia y Nicaragua, gobiernos que se denominan socialistas del siglo XXI, pero que a todas luces aplican las viejas recetas, reciben el aplauso popular por su compromiso social. La opinión pública europea se escandaliza con el ascenso de Le Pen en Francia, por sus ideas extremistas, pero acepta como prueba de lo robusto de sus democracias, la consolidación de proyectos de izquierda radical como el de Syriza en Grecia y Podemos en España. Nuestra izquierda democrática rechaza con timidez los métodos asesinos de las FARC, pero comparte casi todo lo demás, sus objetivos les resultan altruistas y coinciden en el diagnóstico de nuestros problemas.
Hambre, pobreza, esclavitud y muerte ha sido el legado de los proyectos comunistas donde quiera que han sido desarrollados de forma íntegra, desde China hasta Cuba, de Camboya a Corea. Este historial no ha sido suficiente para que se convierta en una ideología marginal, la razón parece ser simple; las buenas intenciones que declara, de igualdad, solidaridad y fraternidad, lo absuelven de ser juzgado por lo nefasto de sus resultados prácticos. La simpleza de sus argumentos, los ricos explotan a los pobres, hay que repartir la riqueza, el pueblo al poder, conectan su discurso con la intuición más básica de las personas. El Che seguirá siendo visto como un rebelde soñador, que derramó su sangre por los pobres del mundo, y no como el burócrata asesino que fue en realidad.
Y no es que esté mal que un grupo de fanáticos ondeen la bandera de la hoz y el martillo el primero de Mayo, en libertad tienen derecho a tener proyectos políticos. Sin embargo, no deja de ser graciosa la doble moral. El comunismo, arropado en una declaración de buenos propósitos, sobrevive a sus miserias, se disfraza de progresista y resucita rápidamente de ese golpe en la cabeza que fue la caída del muro. Es un enfermo que se está recuperando, tanto que en América Latina sus ideas, camufladas, comienzan a ser hegemónicas. Preocupa.