Citábamos en nuestra columna pasada a la ensayista… quien nos regala un nuevo pensamiento lúcido sobre la importancia del encuentro con el otro en la cultura, explicándolo desde una mirada filosófica. Nos dice que el reconocimiento de la diversidad cultural no significa el regreso de las culturas y del pluralismo cultural sino, por el contrario, el regreso de la alteridad. Trabajar sobre las culturas es necesariamente reencontrar las filosofías de la alteridad. El otro no es un objeto, es una aventura, un devenir, un acontecimiento. En ese sentido, señala, la antropología está ligada a la ética. Es, en suma, la definición de un nuevo humanismo, de un humanismo de lo diverso.
De otro lado, lo diverso invita a no ser simplemente descrito, sino asumido, entendido e interpretado, reclama con ello una formación para el análisis y la compresión, más que para la simple etnografía. De esa manera, dice nuestra ensayista, la comprensión de las culturas no responde a un paradigma del saber (simple inventario de características y formas), sino a una competencia pragmática que permite aprehender la cultura a través del lenguaje, la comunicación, los actos, los comportamientos. Esto es, comprender una cultura puesta en escena, en contacto con los otros.
Desde ese punto de vista se plantea entonces un desafío mayor a las instituciones que trabajan la cultura hacia y entre las comunidades, porque estaríamos proponiéndolas como agentes o filiales de un propósito universal de amplio eco hoy en todos los países del mundo; el propósito del reconocimiento, comprensión, defensa, promoción y difusión de la diversidad cultural como una necesidad inaplazable del mundo contemporáneo, porque deben por ello ser escenarios de la diversidad y laboratorios para estudiar y comprender los hechos de la cultura, así como llegar a ser mejores promotores y mejores difusores de los nuestro y de lo otro, de lo local y de lo universal, porque sólo en ese diálogo se hace posible el encuentro de las culturas y el fortalecimiento de la propia.
En ese sentido la Declaración Universal de la Diversidad Cultural ha generado múltiples lecturas y debates, y su asunto muchos años después de su promulgación es una temática que problematiza y hace complejos diversos ámbitos de la cultura y del conocimiento, como la educación, la identidad, las nuevas tecnologías, las lenguas, el comercio, la economía, las políticas culturales, etc.,
Necesitamos instancias institucionales de la educación y la cultura como agentes de esa pedagogía necesaria en la que tienen que ser objetivos primordiales los principios filosóficos de la diversidad que hemos descrito arriba. Pero para poder lograr esto; para poder ser agentes de esa pedagogía, se impone el reto de un compromiso asumido desde la decisión de ser mejores y más eficientes en el trabajo cultural. Una cualificación que debe hacer posible la lectura, el estudio, la investigación, la apertura mental, la comunicación, la tolerancia, y desde luego el compromiso de promover, defender y difundir nuestros valores en el marco de una visión universalista. Sólo así podremos tener herramientas informativas y conceptuales para poder entender mejor lo nuestro en su dimensión dialogante con lo otro y con esa nueva universalidad que plantea, por ejemplo, la globalización.
Lo nuestro: nuestras artesanías, nuestras pocas lenguas autóctonas, nuestras danzas, nuestros relatos de la tradición oral, nuestra música, nuestro propio imaginario, nuestras etnias, todo el amplio acervo cultural que nos define y nos identifica, no podrá ser protegido, preservado y proyectado aislándolo, o aislándonos, sino por el contrario haciéndolos competitivos y dialogantes con lo que la civilización en su oferta heteróclita, diversa y pervertida nos plantea de manera permanente.
En este marco de ideas, sin embargo, debemos tener claridad absoluta de que la cultura es patrimonio de las sociedades, no del mercado, y que la globalización tiene que asumir que las culturas y el diálogo intercultural no deben ser objeto mercantil. La diversidad cultural es un valor en sí misma y no debe quedar sometida al tribunal de los beneficios económicos. El crítico de medios de comunicación francés Pascal Lamy se preguntaba al respecto de forma muy pertinente lo siguiente: ¿Quién se atrevería a decir en el campo de la biodiversidad que sólo pueden sobrevivir aquellas especies rentables al mercado? O ¿Quién puede decir que sólo han de sobrevivir las especies que dan carne para el consumo humano? Eso mismo podríamos hacer nosotros refiriéndonos a los problemas de la diversidad cultural en nuestro caso. Es como si nos planteáramos que tal o cual grupo cultural, una danza, una tradición oral, un género musical, un instrumento, una manera de interpretar, un producto artesanal, debe desaparecer o merece ser desestimado por la sencilla razón de que no ofrece atractivos a la industria cultural seriada y estandarizada o a la mercadotecnia del turismo. He allí los riesgos a los que nos enfrentamos a la hora de presentar en el mismo escenario de discusión y análisis los problemas de la cultura y de la globalización arbitrados casi siempre por la tesis de que todo tiene un precio.