Antes de seguir leyendo recuerde el dolor… o pínchese levemente para recordarlo.
Ahí está nuestra animalidad: sentimos dolor para reaccionar rápidamente ante aquello que lo cause y para aprender a evitarlo en el futuro; así sobrevivimos todos los seres que no somos plantas, hongos o bacterias. Todos los seres capaces de sentir dolor estamos profundamente conectados, todos sabemos lo terrible que es el dolor y buscamos evitarlo a toda costa. En esto, todos los animales somos iguales.
Los animales también compartimos muchas otras cosas. Nuestra capacidad para sentir dolor, reaccionar y aprender a evitarlo, está basada en la posesión de un sistema nervioso que, a medida que se hace más grande y complejo —desde las microestructuras de los insectos hasta los cerebros de nosotros, los mamíferos— produce otros fenómenos de creciente complejidad como la percepción, la memoria, la previsión, la empatía y la conciencia. Toda persona que se precie de conocer —y amar— a los animales lo sabe; y la ciencia lo confirma.
Todos los demás animales comparten otra cosa: así como evitan el dolor, evitan causar dolor innecesariamente.
Por eso es extrañamente perturbador que el ser humano sea el único animal que tiene la capacidad de disfrutar el dolor de otros seres. Causamos dolor intencionalmente, para satisfacer sin pudor el sadismo que solo caracteriza a esta especie, o para obtener beneficios y placeres innecesarios.
Defender la tauromaquia es defender el gozo de la crueldad, el sadismo.
Permítanme entonces lidiar con cuatro tipos de excusas que esgrimen como si fueran argumentos válidos quienes disfrutan de la tauromaquia o quienes no se atreven a asumir una posición ética activa frente al maltrato animal.
Hay quienes defienden la tauromaquia porque ella produce un placer, un gozo estético. Y dicen: no es que el placer estético se derive necesaria o exclusivamente de la humillación, la tortura y la muerte de un ser vivo, quizás incluso no solo del dudoso “arte” del torero y de la emoción de la lucha entre el hombre y la bestia, sino de las manifestaciones artísticas y festivas que engalanan la corrida: la música, los trajes de luces, el vino, el jolgorio. Pero todo ello, en todo caso, gira en torno a la humillación, la tortura y la muerte de un ser vivo que siente dolor y miedo; imaginen toda la festiva parafernalia del toreo sin la sangre y la muerte de un toro. Poner el placer estético y la diversión que algunas personas derivan de la tauromaquia por encima del dolor, el terror y la muerte de un ser vivo no es más que intentar excusar su inherente sadismo.
Otros “argumentan” que si el toreo desapareciera, desaparecería el toro de lidia como especie. Esta excusa suele ir acompañada de una reflexión que pretende ser compasiva, de alguna macabra manera: ¿no es preferible para tan magnífico animal ser criado y consentido en el campo para morir dignamente en franca lid —o, en caso de salir triunfante, vivir con honores hasta que sobrevenga la vejez y la muerte— en vez de ser convertido en hamburguesa?
Si el toro de lidia desapareciera (lo cual no es una consecuencia necesaria de la desaparición de la tauromaquia, pero supongamos que lo fuera), desaparecería una especie creada por el ser humano con el único fin de ser torturada lentamente, al son de una fiesta, hasta morir; el dolor que los humanos causamos en el mundo disminuiría drásticamente. Lo otro es un falso dilema: en un mundo ético, ningún ser capaz de preferir tendría por qué decidir entre ser torturado hasta morir en una fiesta o ser torturado hasta convertirse en hamburguesa; preferiría un mundo que no planteara ninguna de esas alternativas como únicas opciones de vida.
Un tercer argumento se refiere a la tauromaquia como tradición o herencia cultural. Hay quienes dicen que, por eso, no se puede permitir que el toreo desaparezca, y hay quienes dicen que, por eso, solo se puede esperar que el toreo desaparezca; en ambos casos, el hecho de que el toreo sea un fenómeno cultural implicaría que no se puede prohibir (a lo sumo desincentivarlo o demeritarlo para acelerar su desaparición natural).
Pero, ¿quién dijo que las tradiciones culturales son sagradas e incontrovertibles? La preservación de la tauromaquia nos conecta tanto con nuestra herencia e identidad hispanas como podrían conectarnos con ellas la preservación de la esclavitud, el dominio colonial y el exterminio de los indígenas. Ser humanos nos permite tomar decisiones colectivas sobre quiénes queremos ser; ser humanos no nos aprisiona en aspectos de nuestras identidades que fácilmente podríamos superar si quisiéramos.
Por último, hay quienes defienden la tauromaquia “argumentando” que hay activistas antitaurinos que no son vegetarianos. Pero el hecho de que algunas personas sean incoherentes no invalida el argumento moral que defienden, solo implica que son incoherentes; como quienes van a toros y aman a su perro o a su gato.