Termina la proyección de la Tierra y la sombra en Cannes. Las luces se encienden. Las palmas se agitan estruendosamente. El caleño César Augusto Acevedo se emociona tanto que sale corriendo en busca de un lugar solitario para llorar. Él, que desde niño se ha impuesto con estoicismo no expresar sus emociones en público, se ha sentado en la soledad de pasillo, ha tomado una bocanada de aire y ha recordado la tarde en que su mamá se empezó a morir.
Se llamaba Alba Lucía García y llevaba siete años cosiendo ropa para poder mantener a sus tres hijos. Nada había sido fácil desde que Hernando Acevedo, su esposo, la abandonó. César llevaba dos años estudiando en la Universidad del Valle Comunicación Social. La plata escaseaba en el apartamento del popular barrio La Flora. Muchas veces al aspirante a cineasta le tocaba pedirle al chofer del bus que lo llevara gratis. Unas veces aceptaba, en otras le tocaba irse a clase a pie. Nunca aguantó hambre porque su mamá se quitaba el pan de la boca para dárselo. Siempre creyó en él.
Había entrado tan peladito a la Universidad que nadie le vendía cerveza. Eso sí, a los cineclubes si lo dejaban entrar. Él, que había pasado su adolescencia viendo a Bruce Willis, a Stallone, a Schwarzenegger ahora, de la mano de maestros como Óscar Campo, empezaba a conocer los universos de Bresson, de Tarkovsky, de Pedro Costa y empezó a entender que el cine no había sido hecho sólo para entretener a las masas sino que también, como la filosofía o la literatura, era un goce estético que te adentraba en los laberintos del alma.
Mientras escuchaba desde el pasillo la ovación que despertó en el exigente público de Cannes su ópera prima, acurrucado en un rincón, tapándose los ojos para que nadie lo viera llorar, recordó el día aquel en que su madre salió del ascensor del Edificio Venezolano en Cali, donde se tropezó y cayó de rodillas. El dolor fue intolerable, Extraño. La llevaron al médico y allí el dictamen fue inapelable: un cáncer la devoraba por dentro.
Todo fue rápido, fulminante. En un mes la enfermedad la había matado. Después vinieron las preguntas que nadie podía responder, la rabia, la impotencia y, sobre todo, las ganas de exorcizar esos fantasmas. Insuflado por el cine, por su maestro Óscar Campo, quiso dejar atrás el dolor aplicándose grandes dosis de cinefilia y Buñuel, y Bill Nichols y Rossellini y Dreyer y después, incrustada en su mente, la imagen de una familia de campesinos encerrados en una casa rodeada por un cañaduzal.
Con el diablo en el cuerpo, César Augusto viajó a Medellín a visitar a su papá. Hernando tenía una moto y él se la pidió prestada. No sabía manejarla pero aprendió en un par de semanas y con la Yamaha se devolvió a Cali. Cada fin de semana salía en ella a internarse en esos cultivos de caña que él siempre había visto desde que era pequeño y que, sabía desde esa época, sería el escenario de su primera película.
Una tarde, bajo el calor abrazador del Valle del Cauca, se perdió entre los caminos de la caña. Muerto de sed y acosado por la nada se encontró con una casa en donde vivían una pareja de campesinos ancianos. Era la misma casa que se le había aparecido en sueños. Se bajó de la moto, les pidió agua. Él campesino había sufrido una trombosis y no podía hablar. Ella, la esposa, era silenciosa por naturaleza. César supo entonces como empezar su película.
Seis meses duró escribiendo la primera versión del guion. Se hundió en su cuarto a investigar cómo eran los artefactos con los que se cortaba la caña ,la rudeza del trabajo en medio de tractores que arrasaban la tierra. La única presencia en su cuarto era la imagen de su madre. Avasalladora.
Con frialdad Óscar destrozó el guion. César empecinado siguió escribiendo y borrando y volviendo a escribir. Habian pasado cinco años. El viaje de su amigo Óscar Ruiz Navia a rodar El vuelco del cangrejo en un lugar perdido en el Pacifico llamado La Barra, fue su primer contacto con una filmación. Entre los múltiples oficios que tenía en el rodaje estaba el de arrastrar, durante tres kilómetros y bajo la canícula del mediodía, una carretilla con diez galones de agua. Años después, más maduro, vinieron sus colaboraciones en La Sirga, del también egresado de la carrera de comunicación de la Universidad del Valle William Vega y, sobre todo, las apuntaladas tan necesarias a la hora de terminar de pulir su guion. Porque, y eso lo sabe César Augusto Acevedo, un guion nunca se termina de escribir.
El primer impulso para hacer realidad su película fueron los setecientos millones de pesos que recibió del Fondo Nacional Cinematografía y una beca de la Fundación Carolina. Estuvo en Madrid y Argentina y por donde pasaba su proyecto despertaba expectativas. Cuando pudo conseguir el presupuesto empezó a filmar. La casa que él soñaba, la de los campesinos mudos, la habían derribado. Así que bajo el árbol que él mismo escogió, se construyó la vivienda que requería la historia. Obsesivo, Acevedo quería que los actores que iban a participar en su opera prima se parecieran a los de su visión. Durante meses probó con actores profesionales hasta que encontró en el Teatro de los Cristales al hombre de sesenta años que buscaba: era nada más y nada menos que el aseador de aquel recinto donde le dieron permiso de realizar los casting. Carlos Medina nunca había actuado pero tenía la memoria, la voz y esa capacidad hierática de expresar emociones sin gesticular.
En cuatro semanas se rodó la película. Se fueron a México a hacer la post-producción. El color se lo aplicaron en Ámsterdam. Tenían una copia pero había que mejorar el sonido. Un productor francés, enamorado del proyecto, lo convenció de que enviaran la película a Cannes a esperar ser seleccionado para competir por la Cámara de Oro, el premio que el festival le entrega a la mejor primera película de un director joven.
Estaba en Chile perfeccionando el sonido cuando le llegó la noticia: La tierra y la sombra había quedado entre las siete películas que ese año competirían por la Cámara de Oro. De sólo pensar que su obra había quedado seleccionada entre 1.200 filmes que llegaron de todo el mundo se llenó de emoción. Pero no lloró.
Vendría a llorar tres meses después en ese pasillo rojo en donde vio a Peter Suschitzky, el director de fotografía de David Cronemberg y miembro del jurado, salir de la sala sumido en llanto después de ver La tierra y la sombra. Sin poder soportarlo, César Augusto, el tímido, saldría a la calle a escurrir más lágrimas mientras millonarios lo veían desde sus Lamborghinis y Ferraris sin comprender su mundo, su pasado y su presente.
Después vendría algo parecido a la gloria, cuando el fiel productor francés le avisó, en pleno desayuno, que se habían ganado La Cámara de Oro. Entonces César Augusto Acevedo se quedó viendo su café con leche y las medialunas, con la mirada quieta, viendo, desde adentro, los fantasmas que había tenido que exorcizar para convertirse, a sus 28 años, en una de las promesas del cine mundial.