Hace treinta años fue asesinado de varios disparos de ametralladora por dos sicarios paisas en moto, Rodrigo Lara Bonilla. Lo que se sabe es que el crimen fue ordenado por Pablo Escobar y su grupo político. Que un ministro de Justicia enfrentado a poderosos carteles del narcotráfico careciera como mínimo de un vehículo blindado con vidrios polarizados, habla de la falta de consecuencia, de la improvisación y de los palos de ciego que el gobierno daba frente a esta amenaza. De hecho, después de su muerte, el nuevo ministro de justicia pudo contar con ese tipo de vehículo donado por la embajada gringa.
Lara tenía 37 años y ocho meses cuando murió (La misma edad que tenía Camilo Torres cuando fue abatido en Patio cemento). Su vida y las inmensas posibilidades que de ella emanaban quedaron truncadas con su muerte temprana. Desde muy joven Lara se interesó por la política y fue uno de los pasajeros fantasmas de la revolución a bordo que se imaginó López Michelsen; sin embargo esa experiencia le permitió entender la exclusión política que el Frente Nacional trajo consigo y de cómo dicha exclusión estaba en la nuez de la oposición al sistema, pues sectores sociales, que no tenían cabida en el bipartidismo, optaron por la vía de las armas.
Lara transitó en su vida política por la orilla izquierda del partido liberal y pudo darse cuenta de cómo las disidencias liberales en el siglo XX terminaron fortaleciendo el aparato del partido, y el ejemplo más cercano lo veía en la alianza de López Michelsen con Turbay Ayala que consolidaría una forma de hacer política basada en el clientelismo y la corrupción, ante la cual se alzó el llerismo derrotado en las urnas para dar origen al Nuevo Liberalismo. Lara se vinculó a ese movimiento y representó en su interior una tendencia popular y de izquierda que no terminaba de casar con las ideas e intereses de los viejos dirigentes lleristas.
El Nuevo Liberalismo, por lo menos en el papel, propugnaba por un reformismo radical que saneara las costumbres políticas y eliminara todas las cortapisas para un libre ejercicio de la política y por ello su convocatoria iba más allá de las huestes liberales: a los sin partido, a los jóvenes y en general a los colombianos hastiados de la corrupción política.
El triunfo de Belisario Betancur renovó las esperanzas de un acuerdo de paz con los grupos guerrilleros. La consigna belisarista de que ni una gota más de sangre colombiana sería derramada apenas fue una frase que se diluiría en uno de los períodos más sangrientos en la historia. Belisario recibió como herencia turbayista el tratado de extradición suscrito con los Estados Unidos y en principio se opuso por razones nacionalistas a extraditar colombianos. Más allá de las múltiples razones de lado y lado, unos al considerarlo una herramienta indispensable para combatir la criminalidad trasnacional y otros, entre ellos los mismos narcos, como una entrega de la soberanía judicial del país, lo cierto es que el tratado operaba y siempre ha operado en una sola vía: colombianos extraditados y juzgados en cortes estadounidenses, y para que no quedara duda de que era así, alguna vez se llevó a cabo un remedo de juicio a un gringo en la Guajira.
La evidencia histórica demuestra que durante los gobiernos liberales de López Michelsen y Turbay Ayala se multiplicó geométricamente el negocio del narcotráfico y quizá sea demasiada ironía decir que no fueron los traquetos lo que se tomaron al Estado, sino que la mafia se pervirtió cuando le dio por meterse en la política corrupta y clientelista del bipartidismo.
En ese contexto El Nuevo Liberalismo entra a colaborar en el gobierno de Betancur y Rodrigo Lara Bonilla se posesiona como Ministro de Justicia el 11 de agosto de 1983. A la luz de lo que ocurrió se puede afirmar que Lara fue un ministro prematuro, no porque fuera joven, sino por el hecho de que su proyección política y sus ideas de izquierda liberal enrumbaban su vida política a otro destino que le fue esquivo. En los últimos meses de su vida se dio cuenta de que lo que había que hacer era construir un movimiento político democrático por fuera del bipartidismo, tanto así que inició contactos con algunos líderes, entre ellos, Álvaro Fayad, comandante del M-19, con quién se reuniría días antes de su muerte. Incluso habría que recordar la larga charla que sostuvo con Jaime Bateman Cayón en un hotel de Ciudad de Panamá, en la que estos dos colombianos excepcionales esbozaron el mapa de un país a la medida de los grandes sueños de justicia que albergaban (las notas de esa charla están en poder de un periodista que ojalá las hiciera públicas). Es probable que hubiese cierta decepción de Lara frente a Luis Carlos Galán, quien frente a la trampa que le tendió la mafia con el cheque de Evaristo Porras se limitó a decir que había que dejar eso en manos de tribunal de ética del Nuevo Liberalismo. En este sentido galán le hizo el juego al turbayismo cuando voces como las de Lemos Simonds, Arias Carrizosa y Hugo Escobar Sierra, quienes habían sido ministros de Turbay, pidieron su cabeza. Además porque veía cómo Galán había abandonado la idea de un movimiento independiente para iniciar el regreso a las toldas del oficialismo liberal, como en efecto ocurriría en la famosa convención de Cartagena con el pasajero de la revolución, Julio César Turbay, a bordo.
El coraje y el talante democrático de Lara Bonilla se evidenciaron no solo en la lucha contra las mafias sino en sus debates parlamentarios contra los juicios sumarios, las torturas y detenciones arbitrarias que le hizo al Ministro de Defensa, General Camacho Leyva en pleno estatuto de seguridad; en su propuesta de nacionalizar la banca y regular el crédito público, el cual debía ser manejado con criterios de interés público y no de ánimo de lucro, como respuesta a la defraudación a miles de ahorradores por parte del sector financiero, en particular del grupo Grancolombiano. Frente a esta propuesta, todos a una en el establecimiento la calificaron de insensata y absurda. Le preocupaba esa tendencia de los gobiernos a confundirse con el Estado, como consecuencia de una metástasis del poder ejecutivo que invadía todas las esferas del poder convirtiéndose en un poder autoritario, como en efecto llegaría a su cenit años después en las dos administraciones uribistas. Creía que el poder militar debe estar subordinado en todas las circunstancias al poder civil, que los militares deben acatar en todo la autoridad del Presidente y como si presintiera la tragedia ocurrida en el Palacio de justicia señaló que «mientras en la Constitución se diga que el presidente de la República es el jefe de las fuerzas armadas, mientras en Colombia vivamos en una democracia en donde hay una primacía del poder civil sobre el poder militar, la responsabilidad superior de lo que pueda ocurrir por los desmanes de la fuerza pública tiene que tocar forzosamente la investidura del Presidente de la república».
Para Lara Bonilla, las áreas fundamentales del aparato productivo deberían estar en manos de la sociedad y no de los particulares, la propiedad no debería ser un botín para los más rapaces, sino un instrumento de enriquecimiento colectivo. Asimismo, Lara denunció la concentración de la información en verdaderos monopolios como las cadenas de radio y televisión (situación que hoy es asfixiante para la democracia) lo que le acarreó la descalificación moral de algunos de sus dueños. Lara llegó a plantear la necesidad de socializar los grandes medios de comunicación para que todos los sectores sociales y políticos pudieran hacerse oír ante los colombianos. También abogó por un poder electoral independiente y moderno que garantizara a los ciudadanos un voto libre y secreto, unos resultados confiables para la comunidad y que en cualquier caso respetara la voluntad popular, así fuese una fuerza radical de izquierda la que llegare a ganar las elecciones.
Rodrigo Lara Bonilla fue un hombre comprometido con el cambio, consciente de los graves defectos de la democracia colombiana y por temperamento un hombre de lucha y cátedra. Su propia tragedia personal es la huella más exacta de su inocencia y su carácter desprevenido. La vida no le perdono a este inolvidable opita su nobleza sin límites.
Es probable que Lara Bonilla nunca aprendiera de Maquiavelo o Fouché. Su lucha frontal contra el narcotráfico lo honra como persona, pero tal vez cuestiona al político hábil e inteligente que fue, su ingenuidad fue creer que se podía ganar una guerra que de antemano estaba perdida porque era una guerra que nos habían impuesto otros, un incendio que jamás se apagará con más fuego como la historia lo ha demostrado.
Si digo que la muerte de Lara Bonilla fue inútil es porque, como suele ocurrir en nuestro medio, los conspicuos dueños del establecimiento y su coro de bufones se apropian de lo que nunca les perteneció y vuelven un símbolo de su poder la memoria de hombres que lo combatieron, hacen suyo lo que viene y le pertenece al pueblo. Es por ello que Lara Bonilla debe figurar en la historia de los líderes que lucharon contra la injusticia y quisieron cambiar un orden eterno que como una pesada losa aplasta las esperanzas de los colombianos.