Llegamos al Cementerio tomando la línea b del subte y parando en Federico Lacroze. A las dos de la tarde un desquiciante sol de verano achicharraba a los pocos porteños que a esa hora rondaban el cementerio de La Chacarita. Compré unas flores para llevarle a mi cita y le pregunté al vendedor en dónde estaba Gustavo. “De la iglesia, 150 metros al fondo” intenté seguir la imprecisa indicación y caminé en círculos, encontrándome de paso con la tumba de Pugliese, de Troilo, Perón y Gardel. De Cerati, nadie parecía saber nada.
Son 95 hectáreas las que cubren esta colosal necrópolis construida hace 140 años para guardar todos los muertos que la epidemia de fiebre amarilla atesoraba en su furioso paso por la capital argentina. Mientras los políticos y los poderosos industriales asentaron sus criptas en el pomposo cementerio de la Recoleta, al de Chacarita fueron llegando los actores, pintores, científicos y cantantes argentinos. Su gloria pasó hace años, prueba de ello es el estado en el que están varios de sus mausoleos, abandonados por el fin de dinastías que alguna vez se antojaron eternas. “Hay tumbas abandonadas hace 30 años. La administración llama, busca a sus familiares y muchas veces nos damos cuenta que del apellido del muerto no ha quedado nadie” Parafraseando a Fito Paéz, la muerte es un fuerte vendaval que arrastra todo a su paso y no deja nada.
Después de tanto preguntar llegamos al panteón La Merced, una horrenda edificación, ajena por completo al esplendor arquitectónico que exhiben la mayoría de las sepulturas. En la entrada estaban dos periodistas chilenos intentando ingresar. A pesar de sus ruegos tuvieron que voltearse e ir a tomarle una foto a la tumba de Mercedes Sosa o a la de Homero Manzi. Lilian Clark quiere evitar que la tumba de su hijo se convierta en un lugar de peregrinaje de hippies como sucede con la de Jim Morrison en Pere Lachaise. Entendemos las razones que tiene la valiente mujer para luchar porque nadie perturbe la paz perpetua de Cerati, “pero viajamos desde muy lejos- le digo al administrador- desde Colombia, solo para tener cerca a Gustavo, así sólo sea ya un pedazo de losa fría”.
Cinco minutos nos dieron, era la hora del almuerzo y posiblemente el hombre ya tenía hambre o ganas de disfrutar ese sol tan inusual a principios de septiembre. Subimos en un ascensor al tercer piso. Todo es frío e inhumano, como si fueran oficinas administrativas, como si en vez de nichos hubiera cubículos en donde se contaran estadísticas. Y en uno de esos pasillos pestilentes estaba Gustavo. Un montoncito de flores en el suelo con algunos escasos mensajes que las acompañaban. La muerte nos vuelve a todos iguales y en el caso de Gustavo este precepto se cumple a rajatabla. Es una fila interminable de mármoles incoloros, impersonales, feos y apestosos. Un lugar a donde ni siquiera los fantasmas pueden entrar.
La tumba costó 25 mil pesos argentinos y la familia no piensa construir un suntuoso mausoleo. Allí estará para siempre, intentando ser lo que nunca pudo ser en vida: Otro ladrillo en la pared.
Pdta: Cinco años después de haber hecho esta nota la tumba de Cerati permanece exactamente igual