La creciente relevancia que adquiere la Mesa de Conversaciones de La Habana ante la opinión pública mundial, obliga a reflexionar sobre procesos inherentes a la historia reciente de nuestro país que en coyunturas anteriores han sido usualmente postergados o silenciados y han demorado la llegada de la tan anhelada Paz.
Con ocasión de hechos cardinales como la apertura de la discusión del punto “Víctimas” de la Agenda del Acuerdo General, la puesta en marcha de la “Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas”, y la muy importante “Subcomisión de Género”, cobra plena validez avanzar hacia un debate nacional sobre la naturaleza y la existencia del fenómeno del paramilitarismo en Colombia, toda vez que el esclarecimiento de este asunto está previsto para esta altura de los diálogos, según la misma Agenda.
El caso colombiano tiene la particularidad de que lo que conocemos como paramilitarismo (“escuadrones de la muerte” en la mayoría de países de América Latina), es un fenómeno anterior al surgimiento de las guerrillas revolucionarias.
Curiosamente, en nuestro país se dio primero la contrainsurgencia que la insurgencia. En esto tiene principal responsabilidad la injerencia estadounidense, la fundación de la “Escuela de las Américas” y la temprana participación de nacionales en el bando imperialista en la primera de las guerras calientes de la guerra fría: La guerra de Corea.
Las Fuerzas Militares colombianas cuentan con manuales del ejército estadounidense de Contrainsurgencia anticomunista desde 1958, mucho antes del surgimiento de las FARC-EP y el ELN, en el marco de la adopción para Colombia de la “doctrina contrainsurgente francesa” aplicada en Indochina y Argelia, su actualización como “Doctrina de la Seguridad Nacional” y su extensión y aplicación para toda la América Latina.
En dichos manuales se orienta la creación de grupos paramilitares para eliminar adversarios y líderes de la oposición, realizar acciones encubiertas de sabotaje político, “guerra psicológica”, “operaciones cívico-militares” y la utilización sistemática de la tortura como arma de guerra. En Colombia, el fanatismo anticomunista de la década macartista se adoptó servilmente y sin cortapisas por la clase dirigente y la cúpula militar, con consecuencias trágicas para las mayorías del país.
Al respecto hay suficiente evidencia en los archivos desclasificados de los EE.UU, así como en la misma producción de los órganos de adiestramiento y formación del Ejército. Por eso, un real compromiso con la verdad y el esclarecimiento de la tragedia nacional, debería incluir la pública apertura de los archivos de las Fuerzas Militares.
Volviendo al tema de la aplicación del utillaje contrainsurgente derivado de la Doctrina foránea de la “Seguridad Nacional”, podemos observar su aplicación práctica en la judicialización de la protesta social, las ejecuciones selectivas de líderes populares y la represión organizada en contra de los núcleos de campesinos comunistas que se habían amnistiado y abandonado las armas en el sur del Tolima.
El alto mando militar de la época por orientación del bipartidismo tradicional, auspició a grupos liberales supuestamente desmovilizados, pero en realidad reincorporados nuevamente al conflicto como contraguerrilleros, bajo la hipócrita denominación de “guerrilleros de la Paz”.
“Mariachi”, los hermanos Loayza, “Arboleda”, “Peligro” y otros, hicieron parte de esos grupos. Cabe agregar que hoy la estrategia es la misma y se vinculan los desmovilizados como informantes o como integrantes de grupos paramilitares.
Fueron esos grupos, esa estructura paramilitar, los que actuando como punta de lanza, en connivencia con la fuerza pública, iniciaron el desangre contra el proyecto agrarista de los comunistas en el sur del Tolima e impidieron que se consolidara la Paz. Basta recordar el infame asesinato a traición y por la espalda de Jacobo Prías Alape, líder político histórico de los marquetalianos, el 11 de enero de 1960 en Gaitania a manos de uno de los esbirros de “Mariachi”, apodado “Belalcázar”, que el periódico “El Tiempo” presentó en su momento como “fruto de un intenso abaleo entre bandos rivales”. El asesinato de Charro Negro, fue el detonante que desencadenó 4 años después la guerra en Marquetalia.
Muchos años después frente a un grupo de guerrilleros de la Columna "Isaías Pardo", su guardia personal, Manuel Marulanda pronunciaría estas palabras: “Fueron los directorios políticos y los militares los que instaron a los mariachistas al asesinato. Con el correr del tiempo la muerte de Charro nos ha llevado a una confrontación nacional con grandes perspectivas para producir cambios...... No todas las veces se producen levantamientos armados por la muerte de un comandante; prácticamente es un caso único. De todas maneras, en Marquetalia ha comenzado el chispazo y el comienzo de la revolución en serio, de acuerdo a lo que estamos viendo”.
Al asesinato de “Charro” se siguió la muerte de otros líderes guerrilleros, como “Vencedor” y “Media Vida” así como la masacre de Natagaima, ocurrida el 26 de septiembre de 1962, que dejó como saldo 27 campesinos de filiación comunista asesinados con sevicia, lo que dio origen al surgimiento de lo que se conoció después como “Movimiento 26 de Septiembre” uno de los grupos que daría origen a las FARC.
Estos sucesos, destacables entre muchos otros episodios de horror en esta región de gente trabajadora que sufrió la victimización masiva de muchos de sus habitantes por motivos de intolerancia política, fueron desencadenando la lógica reacción del campesinado que desembocó años más tarde en el paso a la guerra de guerrillas, y a la formación inicial del llamado “Bloque Sur” y posteriormente de las actuales FARC-EP.
No obstante, estos episodios iniciales no han sido los únicos. Ante el avance del movimiento popular y las perspectivas de la unidad de las izquierdas, nuevos experimentos locales de paramilitarismo fueron surgiendo y desarrollándose.
Así fue en regiones como Puerto Boyacá, Cimitarra, Yondó, el Urabá antioqueño y Córdoba. Como factores comunes están la connivencia de los partidos tradicionales, el apoyo directo de los batallones del Ejército del área y del poder económico regional. No faltaron asesores estadounidenses, británicos e israelíes (Yair Klein y otros) y centroamericanos. Y la peor de las complicidades: la de unos medios de comunicación que impusieron el discurso de la “autodefensa legítima”, los guerrilleros “vestidos de civil" y el “todo vale”.
El surgimiento de la Unión Patriótica en 1984 abriría un nuevo escenario para el accionar paramilitar de la Fuerza Pública: la comisión de un verdadero genocidio político en contra de militantes y simpatizantes de esta alternativa política para la paz. A similar tratamiento fueron sometidos otros proyectos políticos en desarrollo como el Frente Popular, A Luchar, las organizaciones campesinas e indígenas y la naciente Central Unitaria de Trabajadores, CUT.
Se sucedían nombres como el MÁS, MRN, la Triple A, los “Grillos”, “Los Tiznados”, la “Mano Negra”, etc.
Detrás de estas siglas estaba la nueva alianza entre la extrema derecha económica y política, el narcotráfico y la máxima dirigencia de las Fuerzas Armadas.
Está debidamente documentada la evidencia de que fue Harold Bedoya Pizarro, ex comandante de las Fuerzas Militares, ex agregado militar de la Embajada colombiana en Estados Unidos, alumno de la escuela militar estadounidense School of Americas en Fort Benning (Georgia) y más tarde instructor en la misma, el fundador de la “La triple A”, tenebrosa extensión criolla del Plan Cóndor, organización similar a la que existió en la Argentina, con la que se dio comienzo en Colombia al más cruel de todos los crímenes del Terrorismo de Estado: La desaparición forzada de personas.
Se tiende a ver en la posterior unificación del paramilitarismo en la década de 1990 en torno a la sigla de AUC, una suerte de “proyecto personal” de los hermanos Castaño para ocultar el compromiso del establecimiento y del poder económico con este “proyecto”, y se pretende hacer olvidar la directa connivencia de empresarios nacionales y extranjeros, latifundistas, parlamentarios, gobernadores, alcaldes, medios de comunicación, batallones y brigadas, con los nuevos “bloques” de la expansión paramilitar.
Conocí directamente las prácticas bélicas y políticas de las AUC, toda vez que formé parte de la dirección guerrillera encargada de repeler su proyecto de copamiento de la Cordillera Central vallecaucana en 1999.
Allí fuimos testigos directos del apoyo material y logístico del Batallón Palacé de la Tercera Brigada con sede en la ciudad de Buga, al mal llamado “Bloque Calima”.
En camiones Kodiak pertenecientes a ese batallón, se transportaron desde Buga hasta la zona cordillerana de Buga, Tuluá, Sevilla, Caicedonia y Bugalagrande los grupos paramilitares que realizaron las masacres de El Placer, Alaska, La Moralia, Ceylán, La Marina, Monteloro, Santa Lucía y Barragan. Como mudos testimonios y prueba fehaciente de lo que aquí se afirma, permanecieron en el sitio denominado “El Diluvio”, tres de esos camiones con sus placas, incinerados por la guerrilla, después de combates en la vereda “El placer”. La fiscalía constató después que esos camiones pertenecían orgánicamente al batallón Palace de Buga.
Ni los mandos militares y policiales, ni las autoridades civiles de la región movieron un solo dedo para defender a esas comunidades campesinas victimizadas de la peor manera, en masacres como las mencionadas.
Fuimos los guerrilleros de las FARC y del Movimiento Jaime Bateman Cayón quienes salimos en defensa de la población desamparada hasta lograr derrotar la amenaza paramilitar en casi dos años de confrontación.
Mientras todo esto ocurría, los grandes empresarios de la industria azucarera de Cali, Palmira, Tuluá, Buga, Bugalagrande, Florida y Pradera, se reunían en Cartago en la finca de alias “Rasguño para pactar con Castaño, “Rasguño”, “Don Diego” “Chupeta” y otros mafiosos, las cuotas de apoyo financiero que les entregarían a esas hordas paramilitares. Las confesiones de H.H ante la fiscalía dan amplio testimonio de lo que afirmamos.
Los medios regionales saludaban y alababan la “labor salvadora” de las AUC, con casos tan paradigmáticos como los de dos columnistas del diario “El País” de Cali, Diego Martínez Lloreda y un plumífero paramilitar de nombre Mario Fernando Prado.
La Paz de Colombia requiere del esclarecimiento pleno de todas las aristas de la realidad paramilitar y su entroncamiento con todo el entramado y el poder real que gobierna en las regiones. Requiere también de su desmonte efectivo y garantías de no repetición. Sin eso no habrá paz en Colombia, toda vez que el paramilitarismo continúa siendo una realidad patente en todas las regiones del país.
La pregunta final es: ¿Están el establecimiento colombiano, el Estado, los empresarios y los partidos políticos tradicionales, maduros para asumir el esclarecimiento de esta verdad y al desmonte de los sectores que han aupado, patrocinado y ensalzado el Paramilitarismo en Colombia?
Esto no es mera retórica, lo decimos con sincero convencimiento y plena responsabilidad patriótica: En la respuesta a esta pregunta está el desenlace que pueda tener el Proceso de Paz de La Habana. Porque efectivamente, es el Paramilitarismo, el oficial y el mafioso, el principal obstáculo para alcanzar la Paz de nuestro país.
El presidente Santos ha dicho: “El punto clave……, el meollo del problema, es el punto de las víctimas y lo que se llama la justicia transicional. Ahí radica el corazón de la solución de este conflicto. Lo más difícil”.
Puede ser que tenga razón el señor presidente, ese es un obstáculo que tenemos que superar, pero, para la solución de eso que él llama “el meollo del problema”, necesitamos resolver el problema del paramilitarismo. De allí depende la Paz de nuestro país.
Con un paramilitarismo activo, impune y rampante como el que hay actualmente, es imposible ejercer con garantías, actividad política de oposición contra el establecimiento. Ese es el mayor reto que afrontamos.
Fn.
*Pablo Catatumbo – Integrante del Secretariado de las FARC EP