Además de la experiencia de su lectura como autor, del conocimiento de sus obras, especialmente de Chambacú corral de negros y la monumental Changó el gran Putas, y de admirar la solidez de su pensamiento y su extraordinaria militancia de la causa afrocolombiana, dos anécdotas me unen a la vida del maestro Manuel Zapata Olivella.
La primera ocurrió en Sincelejo (Sucre) a comienzos de los años 80, en el marco de un encuentro de escritores de Sucre al que estábamos invitados los dos entre muchos otros autores de la región.
Fue también la ocasión en la que me encontré por primera vez con autores como Jairo y José Ramón Mercado, Roberto Montes Mathieu, Humberto Vélez Coronado y los jóvenes escritores de mi generación.
Desde luego la gran presencia del evento la encarnaba el maestro MZO, y el día en que le correspondió su intervención él decidió que lo que iba a hacer era leer el primer capítulo de Changó el gran putas, que corresponde al extenso poema titulado “La tierra de los Ancestros”, poema de una fuerza total en el que se sueltan cifradas las claves de la historia negra y se introduce la atmósfera mítica que envolverá la novela.
Pues el maestro resolvió a última hora que esa lectura no era posible que pudiera hacerse sin el acompañamiento de un tambor. Parece que había comunicado la inquietud a los organizadores y no había recibido respuesta o que el tambor disponible no tenía el cuero debidamente templado. Y como yo estaba conversando con él y le había dicho que era oriundo de Sincé pensó que a mí me resultaba más fácil acompañarle a encontrar un tambor en Sincelejo a las seis y media de la tarde cuando la función del encuentro estaba programada para comenzar a las siete de la noche.
Pensó entonces que si íbamos a la escuela de Bellas Artes allí era fácil encontrar el instrumento que buscaba pero no fue posible, y entonces le dije que yo conocía a una familia de músicos sinceanos, Saúl Herrera y sus hijos, quienes seguramente podrían sacarnos del apuro.
Pero cuando íbamos en camino a la casa de estos amigos pasamos por una fonda callejera donde hervía la delicia de una sopa de mondongo de la que MZP no pudo sustraerse. Detuvo de repente una marcha apresurada por el apremio de la hora, y me dijo:
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Changó que espere, pero yo no paso de aquí sin dar cuenta primero de ese mondongo inevitable
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Changó que espere, pero yo no paso de aquí sin dar cuenta primero de ese mondongo inevitable. Y así fue. Nos sentamos en aquella fonda y nos tomamos sendas raciones del potaje y, sólo después de una breve conversación del maestro con la fondera, continuamos en la búsqueda del tambor.
Por suerte conseguimos sin contratiempos el totémico instrumento y llegamos a tiempo sin mayores traumas porque, como se sabe, todo comienza siempre y tarde, y eso seguramente lo sabía Manuel mejor que nadie. Por eso de cuando en cuando me decía que no me preocupara por la hora.
El segundo encuentro con el maestro ocurrió veinte años después, en 2002, en el marco de una feria del libro de Bogotá, a la que asistí para hacer parte del Congreso Nacional de Lectura de ese año. Me hospedé en el hotel Dann Colonial, el más pequeño y modesto de esa cadena hotelera que está allí en La Candelaria. Por un azar inexplicable me enteré en la recepción de que en una habitación del mismo piso de mi habitación vivía el maestro MZO. De inmediato quise ver cómo hacía para llegar a visitarlo y sencillamente llegué y toqué en la habitación. Me abrió alguien que parecía ser un familiar y que iba saliendo con unos paquetes del cuarto.
El maestro estaba sentado en una silla con una frazada roja a grandes cuadros cubriendo sus piernas. Yo no sabía en qué circunstancias estaba y me imaginé al principio que estaba allí hospedado como yo, tal vez también por las mismas razones de la Filbo. Pero no, luego supe que esa era su vivienda y que sus circunstancias no eran las mejores. Y aunque lúcido aún, ya era notoria la merma de sus facultades físicas aunque todavía reía con fuerzas. El pretexto para saludarlo era entregarle un par de ejemplares de nuestra revista víacuarenta de unos cuantos números que había llevado para repartir en la feria y estuvimos allí callados por un cierto rato hasta cando alguien llegó para darle unos medicamentos. Yo, cohibido, incómodo, aproveché para despedirme, le puse las revistas sobre sus piernas y le puse una mano en el hombro y salí de la habitación con una inmensa sensación de tristeza.
El maestro moriría dos años después y el hotel tuvo secuestrados sus archivos por la deuda que había dejado. Así me dicen que fue.