Viajaba con mis padres hacia la costa, en un pequeño jeep que tenía el viejo. En medio de ese montón de colores que producía la vegetación, caeríamos en lo que mi padre anuncio con voz entrecortada “un retén guerrillero, ¡carajo!”, de la frase solamente conocía la palabra carajo, mi madre comenzó un llanto incesante, mientras intentaba repetir la misma oración que me enseñaba todas las noches antes de dormir, la sollozas suplicas nunca tuvieron amén.
Mis padres fueron sacados a golpes del carro y arrodillados a la orilla de la carretera donde los asesinaron de un par de tiros, el eco del disparo me martillaron la cabeza, cerré los ojos y aferré la vida al carro de madera que había construido con mi padre la navidad anterior. Las fuerzas con las que cerraba los ojos, buscando recuerdos para ocultar el miedo fueron interrumpidos por una voz gruesa que decía “tenemos otro recluta, de unos 9 años”.
Los brazos de esa voz gruesa me sacaron del carro, las cadenas frías que me enroñaron en manos y cuello, hicieron abrir mis ojos entre lágrimas, otros niños lloraban junto a los cuerpos inmóviles de sus padres, intentaban cerrar los ojos con fuerza para hacer desaparecer la realidad pero los golpes de aquellas botas fueron más fuertes que los obligados sueños.
Me arrebataron el carro de madera y empezamos alejarnos de la carretera, donde quedaría mi vida. Nos detuvieron en una pequeña casa, cambiaron nuestra ropa de niños por uniformes, empezaron a decir que nosotros seriamos el futuro de este país, que junto a ellos acabaríamos con los asesinos de nuestros padres.
Caminamos un par de horas y salimos a una carretera donde nos esperaba un camión, subimos, y a cada uno nos dieron un fusil sin balas, decían que era mejor, para que no nos matáramos entre nosotros. Después de 10 años de combate, solo espero que en algún retén que hacemos, mis padres vuelvan con mi carro de madera y podamos terminar el viaje hacia la costa.