Acabo de tener el placer de participar en el Diplomado en Cultura de Paz y Reconciliación, organizado por la Universidad Tecnológica de Bolívar en conjunto con el Programa de Desarrollo y Paz del Canal del Dique, y el cual congrega pobladores, funcionarios, activistas, líderes educadores y víctimas de la región.
Como en otras ocasiones similares en las que hemos compartido saberes y sostenido diálogos profundos entre la universidad y las comunidades, disfruté inmensamente la oportunidad de participar en un proceso de aprendizaje colectivo y de construcción conjunta de nuevos horizontes de sentido y esperanza en clave de cultura, democracia y desarrollo desde una perspectiva territorial.
Durante las dos extensas sesiones de trabajo que estuvieron a mi cargo, intentamos formular respuestas (conscientemente preliminares, parciales, inacabadas) a dos preguntas básicas:
—¿Qué es una cultura de paz y reconciliación?
—¿Cuáles son los principales retos para comprenderla y materializarla en el territorio?
Para ello, planteamos como punto de partida una definición general de “cultura”, derivada de un concepto teórico que hemos venido desarrollando en la UTB en el marco de nuestro programa de investigación aplicada sobre instituciones, aprendizaje social y construcción de paz en los territorios (Abitbol 2013, p. 52):
Nuestra cultura
son nuestras ideas,
nuestros valores
y nuestras normas sociales,
transmitidos de generación en generación,
que nos guían para resolver problemas comunes y recurrentes
de coordinación, cooperación y decisión colectiva
(… o que los dificultan y magnifican)
Esa última frase es crucial, puesto que los seres humanos tenemos una tendencia natural a asumir que nuestra cultura es intrínsecamente positiva y que sus múltiples y variadas facetas deben ser valoradas y preservadas como una herencia sagrada e incuestionable. Sin embargo, no todos los aspectos de nuestra cultura producen necesariamente consecuencias favorables para nuestra vida personal y social. La asimilación de la idea de cultura con la idea de identidad, así como la asunción de que las culturas son narrativas homogéneas, claramente delineables y diferenciables de “otras culturas”, y carentes de tensiones y controversias internas que están en flujo constante, acarrean el doble riesgo del conservadurismo y/o la relativización de prácticas socialmente aceptadas de dominación y explotación (tomo estos argumentos de Seyla Benhabib, Sobre el uso y el abuso de la cultura).
En este sentido, una de las claves básicas para entender los retos de la reimaginación cultural requerida para la resolución pacífica de los conflictos arraigados en nuestros territorios, es el reconocimiento de que parte de la lógica de las estrategias de control poblacional por parte de los actores violentos ha consistido en “transformar, redibujar, reencauzar, reorientar, reglamentar y regular las prácticas y relaciones sociales, es decir, los momentos del trabajo y el ocio, de la conversación o el retraimiento, y los días y las horas destinados a las celebraciones festivas, cultos y lutos” (Mujeres y guerra, víctimas y resistentes en el Caribe colombiano, pp. 103 - 104).
Así, la construcción de paz en un contexto de conflicto interno exige la adopción de una postura crítica e imaginativa al interior de las comunidades, que propulse la reinvención colectiva de elementos culturales que desafortunadamente han cristalizado animosidades, miedos y estereotipos enraizados en “agravios y enemistades que se remontan generaciones atrás” y que implican que, paradójicamente, las personas vivan “como vecinos pero [que] se encuentren inmersos en viejos ciclos de interacción negativa” (John Paul Lederach, Construyendo la paz: reconciliación sostenible en sociedades divididas, p. 58).
Llegamos así a la discusión de una serie de elementos (ideas, valores, normas sociales) que definirían —parcial y preliminarmente— lo que podríamos entender por una cultura de paz y reconciliación:
— Construcción colectiva de memorias y visiones de futuro compartida
— Reconstrucción de lazos de solidaridad, reciprocidad y confianza en los otros
— Reconstitución de la confianza en el Estado y en la ley
— Fortalecimiento de la democracia local, de nuevos liderazgos, y de normas sociales y espacios de deliberación democrática
Y ante la difícil pregunta de cómo lograrlo, emergieron de la conversación dos campos de acción relativamente claros, aunque por supuesto de largo aliento, compromiso y esfuerzo:
— Repensar y rediseñar el sistema educativo, para crear comunidades de aprendizaje orientadas por la búsqueda de la verdad, el respeto mutuo y el rompimiento de viejos estereotipos, así como por la valoración de los principios de la deliberación democrática y el aprendizaje de mecanismos de solución pacífica de conflictos.
— Repensar y rediseñar el Estado y las instituciones públicas, para que encarnen y defiendan enfoques diferenciales e inclusivos, se respete la libertad de imaginar y escoger autónomamente diversos modelos y conceptos propios de desarrollo en diversas comunidades, se reencauce el sistema político para alejarlo de las prácticas corruptas y clientelistas que fomentan una cultura individualista y no democrática, y que la paz territorial vaya de la mano de una verdadera descentralización del poder y una superación de los regionalismos.
De todo esto nos queda algo claro: si la construcción de la paz y la reconciliación pasa necesariamente por la valoración crítica y la reinvención de nuestras culturas en clave de democracia y desarrollo, entonces —como diría el mismo J.P. Lederach— debemos prepararnos para un proceso que exige compromisos a muy largo plazo, de todos los actores y en todos los niveles de nuestra sociedad (op. cit. p. 24).
Nadie dijo que sería fácil, lo que es fácil es arengar y hacer la guerra, sobre todo cuando ésta no nos toca. Pero si queremos la paz, debemos prepararnos para asumir el gran reto —personal y colectivo— de abrazar la dificultad.