Cárcel Modelo de Cúcuta, un viaje a la oscuridad

Cárcel Modelo de Cúcuta, un viaje a la oscuridad

Por: Darío Monsalve Gómez
julio 05, 2014
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Cárcel Modelo de Cúcuta, un viaje a la oscuridad

Es sábado por la mañana y cuatro sellos estampados en los antebrazos y la requisa de un guardia garantizan mi ingreso a uno de los más eficientes infiernos creados por el hombre a través de la historia y perfeccionado recientemente en Colombia: la cárcel.

Busco a Ernesto, un recluso de quien únicamente conozco la voz y, mediante ella, infinidad de reclamos por la pésima situación que según él padece la comunidad carcelaria de Cúcuta. Vengo a conocerlo a él y a esa situación.

Por entre la reja final que separa la libertad de la reclusión, me inserto en un entramado de pasillos sofocantes, obligadamente iluminados por fluorescentes, en los que adrede me pierdo para intentar hacerme una idea de lo que Ernesto me ha contado. Nada más unos pasos los hechos comienzan a darle la razón a mi desconocido interlocutor.

Frente a una puerta blanca de metal, en pleno trasegar de cientos de hombres, entre ellos padres, hermanos, hijos y hasta amantes, que hoy acuden a visitar a los internos, dos de ellos imploran atención médica por dolencias que sin duda la requieren: uno está amarillo como la yema de un huevo y el otro presenta considerables marcas de quemadura en carne viva en gran parte del cuello, la espalda y el brazo derecho.
La puerta ante la que el par de presos esperan en medio de lamentos es la que en el penal llaman “Sanidad”, de la que tantas veces Ernesto me ha hablado pésimamente.

El recinto se abre y de él surge un dragoneante del Inpec y una mujer –la única a quinientos metros a la redonda– que funge allí como enfermera.

La joven, provista sólo de su uniforme, recita un libreto que ya hace carrera dentro y fuera de los muros del presidio: “No hay doctor, qué puedo hacer”. Una discusión que sospecho se repite todos los días comienza y de ella escucho por último, antes de doblar por el tobogán de pasillos, la palabra tutela.

Sin intención, buscando a tientas el patio de reclusión de Ernesto, me encuentro con el segundo gran factor que en parte me llevó a decidirme a visitar este penoso lugar.

Como si de un galpón de pollos se tratara, arrumados unos sobre otros en tablones instalados malamente, o tirados simplemente en el piso, cobijados por la oscuridad de mazmorras pestilentes en que las ratas han de vivir a sus anchas, los presos de los patios 1 al 8, y del 9 al 14, subsisten en condiciones de hacinamiento que pondrían a prueba al mejor jugador de Tetris.
Guiado por un esqueleto que asomó la calavera por la reja de una de las celdas, consigo salir de allí y tomar el camino correcto hacia el patio en que por fin veré el rostro de quien por meses me habló de la forma en que los delincuentes pagan en este momento sus penas en Cúcuta.

Palabras más, palabras menos

El Complejo Penitenciario de Cúcuta (anteriormente llamado Cárcel Modelo) tiene capacidad para 1.270 internos y en este momento aloja casi 2.800, lo que representa un sobrecupo (eufemismo preferido por sus encargados) de hasta el 120 %. Uno de sus patios, el 24B, conocido como Titanic B, en que purgan condenas presos por delitos sexuales y detenidos mediante Ley 30, fue construido para recluir 102 internos, pero actualmente hay en él 274. El colmo de esta situación fue la que vi minutos antes en los patios del 1 al 8 y del 9 al 14, en los que algunos internos duermen sentados, muchos de ellos en los baños o en las escaleras que dan a los pasillos igualmente atiborrados de presos.

Ya dentro del patio, bajo un cielo rectangular que sirve de alivio y al mismo tiempo como instrumento de tortura para quien anhela la libertad, comienzo a clasificar los rostros que puedan usar la voz que me ha traído hasta acá. Finalmente me doy por vencido: en este mundo de sombras todos podrían tener la voz ahogada y lánguida que yo he atendido en repetidas ocasiones a través de llamadas furtivas. En realidad, la pequeña y desalmada ciudad que llamamos cárcel tiene todo, zapatería, alacena, capilla y campos deportivos, pero una cosa no necesita: cementerio. Aquí todos ya están algo sepultados y sus cadáveres son portátiles.
Alguien me recomienda usar “el parlante”, que resulta ser un tipo que a grito entero llama al preso que la visita busca. Efectivo, Ernesto aparece.

Es un hombre rechoncho de caminar cansino, de 30 años de edad, que de inmediato me pide lo acompañe a ver el lugar que habita antes de reunirnos con el representante del patio.

Una toalla colgada sobre la reja da la bienvenida a la celda de 2 metros y 70 centímetros cuadrados que Ernesto ocupa junto a cinco internos más. Las telarañas del lugar son el pelo de tres de ellos que, con planchas de tablas por las que pagaron una buena suma, lograron crear varios niveles con que evitar dormir en el piso o sentados en el inodoro cuyo espacio integra el total del cuartucho.

Sobre la situación de hacinamiento, basta ver cómo cada centímetro del lugar debe ser aprovechado para intentar simbolizar una vida normal. Un gancho de ropa se convierte en un tendero y una caja de zapatos pasa a ser todo un archivador. La verdad, en sitios así la diferencia entre el bien y el mal pierde significado y sólo queda importando la de lo que es justo e injusto.

“La cárcel en este momento no resocializa, más bien crea rencor contra el Estado”, comenta rompiendo el hielo uno de los compañeros de Ernesto que nos ha escuchado hablar durante un buen rato.
Luego, todos se animan a conversar y, desde luego, todos tiene cantidades de historia sobre el maltrato que consideran reciben del sistema penitenciario.

Lo primero que denuncian es la negligencia en la atención médica del penal, constatada por mí en un principio pero agudizada hasta el extremo por al menos cinco casos de muertes de internos ocurridas en los últimos seis meses. En todos los casos, la mayoría de ellos registrados por la prensa local, quedó en entredicho la eficiencia del servicio de salud que se presta a través de Caprecom y Medcare en el centro de reclusión. Asimismo, en varias oportunidades los medios de comunicación han sacado a la luz la falta de personal médico y medicamentos que la comunidad carcelaria requiere.

Palabras más, palabras menos, a estas 2.800 personas las asiste sólo un médico cuyos turnos son inciertos y que, de seguro, nunca labora en horas de la noche ni los fines de semana. La prestación del servicio, en un área de sanidad en que no hay suficientes equipos ni laboratorio para exámenes, se resume entonces en una enfermera que reparte como dulces pastillas de Acetaminofén e Ibuprofeno para contrarrestar males que van desde cálculos en la vesícula, pasando por la gastritis y la hipertensión, hasta la hepatitis y hernias discales como las que padece Ernesto.

Por si fuera poco, los reclusos también manifiestan los inconvenientes que muchas veces encuentran para lograr trasladarse a centros asistenciales donde recibir una oportuna atención, ya que, o no está el médico del penal para que firme un documento de remisión, o el personal de guardia demerita la gravedad del enfermo e impide su salida. “A enfermería va el que traiga la cabeza en las manos”, se les ha escuchado decir a algunos de estos guardias.
A tal punto ha llegado la falta de atención en materia de salud en la cárcel, que lo más común se ha vuelto la automedicación dirigida por familiares preocupados por sus allegados enfermos privados de la libertad.

Una bomba de tiempo
De nuevo en el patio, en el que la visita y los internos que tienen la suerte de recibirla charlan, comen, fuman, lloran, ríen, discuten, juegan fútbol o billar o simplemente se hacen compañía en silencio, me siento en una mesa de plástico junto a Miguel, un médico cirujano que terminó preso acusado de acceso carnal contra una menor de edad, y quien hoy es el representante del patio en cuestiones de derechos de los reclusos.
Para él y los demás internos la situación de hacinamiento padecida tiene claras causas que, con una real voluntad del Estado, podrían revertirse y llevar a superarla.
Así, según ellos, todo pasa por fallas en el sistema judicial. Es decir, la aglomeración de internos en la prisión no sólo de Cúcuta, sino de todo el país, obedece a una serie de modificaciones legales que han terminado por represar a miles de sindicados y condenados en una interminable dilatación de sus procesos, en los cuales, además, tampoco están siendo aplicados por parte de los jueces beneficios como las libertades condicionales y domiciliarias. A la situación también se sumaría la falta de una rebaja de pena del 20 por ciento solicitada desde hace tiempo por la población detenida en Colombia, principalmente a través del proyecto de Ley 03 del 2010 presentado en su momento por la ex senadora Piedad Córdoba.

Le pido a Miguel que eso me lo explique en términos comunes, y él me comenta que, por ejemplo, luego de cumplir el porcentaje de la pena que otorga el beneficio de la libertad condicional, un interno pasa hasta ocho o más meses esperando que éste se haga efectivo.

Otra situación particular es la de reclusos que no están recibiendo rebaja en sus penas pese a integrar programas de estudio o laborales.
En fin, lo cierto es que mientras Miguel y Ernesto –quien cada tanto agrega un dato más sobre lo delicado de la situación– intentan hacerme entender la bomba de tiempo en que se han convertido los penales en Colombia, mi atención se fija en el murmullo que corre por toda la cárcel, y que tiene que ver con lo que he observado durante todo el día, con el que, para mí, es el otro detonante que hará en cualquier momento estallar este artefacto humano fabricado de negligencia y resentimiento.

Se habla de un joven interno del patio 9 que fue violado y empalado en días pasados, y cuyo estado de salud sería delicado y con probabilidades de empeorar a causa, una vez más, de la completa inasistencia médica que impera en estas paredes. Al parecer, las autoridades mantienen oculta a la víctima. Antes de despedirme, me informo de que líderes del penal realizan esfuerzos por poner en conocimiento de la Defensoría del Pueblo el caso.
En su lógica de convictos, lo que más causa indignación en los presos es realmente la falta de atención tras agresiones de este u otro tipo, como si ello rompiera un código sagrado en la ley de la cárcel.

Con más de lo que esperaba ver y oír, deshago el camino por los pasillos en que me introduje en este mundo de soledades amontonadas. Una espera de hasta dos horas, en la que se debe permanecer formado para salir, deja ver en el rostro de cada visitante el trueque en que consiste realmente la jornada que finaliza: algo de la pena de los reclusos se llevan los visitantes, mientras que con algo de la libertad de éstos se quedan aquéllos. Así hasta el otro sábado.

En un último intento por desmentir este mal sueño, me dirijo a la puerta blanca de metal en procura de algo que alivie el malestar que me produjo este viaje al fin de la oscuridad. Antes de que la enfermera me provea uno de sus caramelos, cierro los ojos y me quedo contando los segundos hasta que logro salir de allí.

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