En la fila había desde hipsters hasta septuagenarios cocacolos. A las ocho de la noche empezó a entrar la gente. Nosotros, los pobres periodistas, nos hacíamos a un lado, esperando a que la gente de VIP terminara de hacer su ingreso. Mientras que para mí era difícil contener la emoción de ver un Beatle, por más Ringo que fuera, una practicante le preguntaba a uno de los organizadores si era obligatorio quedarse hasta la última canción. En otra parte de la ciudad la esperaban unos amigos para asistir a la inauguración de un nuevo rumbeadero que abrían por la séptima y esto de trabajar hasta tarde era inhumano, weon.
Impulsadores de whisky pasaban por el lado ofreciendo los servicios de un conductor elegido y una muchacha de piernas largas consentía un Paul McCartney de peluche que cargaba en una cartera. Después de que un policía me quitara un paquete de cigarrillos y un porro, entré a la carpa en donde más de 1000 personas esperaban ansiosos al Beatle. Por primera vez en un evento, yo volteaba con desprecio a ver a todos esos advenedizos que habían pagado apenas 250 lucas por estar atrás, parados y lejos, detrás de una valla de seguridad. Los contemplé con el desprecio con el que un SS miraba, desde su confortable penthouse en Treblinka, los barracones llenos de tifus, ratas y judíos. El agrande se me pasó cuando, al preguntar por media botella de whisky, una rubia preciosa me dijo que costaba 150 mil pesos. Tragué saliva, miré con desconfianza la billetera, y me conformé con una gaseosa de cinco lucas. Tuve miedo de que alguien de seguridad se diera cuenta de que yo era un infiltrado en VIP y me enviaran con los judíos. Afortunadamente mi brazalete amarillo de prensa me hizo intocable.
A las nueve, mientras todavía seguía llegando gente, Manolo Bellon salió a presentar la noche. Los primeros que aparecerían serían Los villanos de Leyva, la banda liderada por Augusto Martelo, el legendario rockero de la década del setenta. Traté de ponerle onda a la primera canción pero a mis 37 años uno ya es un anciano prematuro que debe guardar energía, entonces decidí sentarme y llenar los minutos que faltaban para la aparición de Ringo llamando a viejos amigos y restregarles en la cara que estaba en una localidad que costaba 450 mil pesos. Al lado mío un periodista de RCN se quejaba con una desconocida la rabia que le daba su trabajo. Allá en Bogotá, decía, se presenta esta noche Marco Antonio Solís y, como es obvio marica, un buki siempre va a ser mejor que un beatle.
Las celebridades iban llegando pero todas eran opacadas por la presencia omnisciente de Andrés Ospina. Como si fuera el dueño del chuzo, se paró en la entrada del VIP e iba abrazando y saludando a cada una de las personas que ingresaban. Con su mirada vidriosa escultaba a la multitud esperando encontrar un nuevo rostro conocido. El que si entró sin mirar a nadie fue Gustavo Gómez Córdoba. Precedido por su fama de beatlemaniaco procedió a sentarse en primera fila, al lado de Manolo a quien saludó con cariño.
Después de los Villanos un tipo en la tarima pintaba, mientras sonaba una versión en violín de Paint in black, una botella de Buchanans acentuando aún más mi desesperación por un trago. Estuve a punto de raparle a una viejita un termo de plástico lleno de un líquido del color de la orina que supuse era whisky. Me revisé de nuevo la cartera y constaté, desconsolado, que escasamente me alcanzaba para otra gaseosa.
Cuando empezaba a bostezar las luces se apagaron y un muchacho de setenta y cinco años, vestido con una chaqueta negra, una camiseta con una estrella plateada en su pecho, un pantalón de cuero ajustado a las piernas y unos New Balance, saltaba en el escenario. Lo de Ringo era casi que milagroso. Atrás habían quedado décadas de excesos. Sus costumbres ascéticas y su estricta alimentación explicaban porque era inmune no sólo al peso de los años, sino a la altura bogotana. Un viejito de mandíbula batiente que estaba al lado mío, lo veía con envidia. Ringo salta, canta y cuando se cansa de bambolear su cuerpo se sube a su batería y la hace estremecer. Sí, yo sé que son viejos covers de Toto, Santana y los Beatles, que los músicos ya lo hacen por pura rutina, sin pasión, pero nada de eso importa, todos estamos disfrutándolo.
Todos menos Gustavo Gómez quien todo el tiempo está escribiendo en su Smartphone. Él, como tantos otros muchachos, prefiere ver el concierto a través de la pantalla de su celular. Imponente, se pasea por la primera fila y, mientras suena Act Naturally, busca su mejor perfil para una selfie. Los miles de seguidores que tiene en twitter le agradecerán el gesto.
A las 12, después de Whith a Little help from my friends, las luces se apagaron y todos quedamos un poco triste: el sueño había terminado. Ahora, después de la felicidad inmensa de constatar que aún queda Ringo Starr para mucho rato, tocaba enfrentarse a la dura realidad: disputar, con otras tres mil quinientas personas, un taxi en la salida de Bima.
Apreté los puños, cerré los ojos y empecé a rezar.