Navegamos rumbo norte con la fuerza de la corriente del Atrato en una panga de cinco filas, carpada y con motor, que transporta dieciocho pasajeros. La montaña negra de maletas embaladas amenaza con perder su altura por el sube y baja de la estela que dejan los que cruzan en sentido contrario. Cantucho, el lanchero, se acuclilla en la silla y saca la cabeza por el techo para zigzaguear ese camino de agua serpenteado y esquivar los troncos más grandes que arrastra el río. El Atrato es una trocha de corrientes subacuáticas llena de rocas y palos.
Adelantamos a las canoas más lentas, sin techo y con sillas rimax, que demoran hasta dos días en llegar. En las dos orillas se levantan caseríos de madera sobre palafitos en donde la gente se sienta a ver pasar las lanchas y a jugar con las mariposas amarillas que vuelan en grupos y descansan aleteando sin afán. Pueblos en medio de la selva tropical que crían cerdos y gallinas, siembran piñas y papayas, y esperan el 16 de julio para que suene la chirimía en nombre de la Virgen del Carmen. En Las Mercedes, un pueblo como todos estos, donde hasta a los representantes de las instituciones les da miedo llegar, ocurrió el confuso secuestro del General Alzate, una noticia de la que todos por aquí se ríen con sarcasmo.
Desde entonces las pirañas del Ejército recorren las aguas del Atrato con sus ametralladoras montadas y pasan la noche sobre los puertos de madera arropados por las carpas de camuflado. Los infantes de marina a cargo de algún teniente frenan las lanchas y piden las cédulas como protocolo, mientras yo me dejo ir tras esas caras brillantes y mal peluqueadas que tienen sus manos manchadas de sangre.
Son cuatro horas hasta Bellavista, un lugar que apareció en el mapa después de la masacre de Bojayá el 2 de mayo del 2002.
En el camino, el follaje acaricia el agua y las hojas verdes, anchas como una mano, saludan desde las copas de los yarumos, los árboles de cativo rellenan los espacios que dejan los guamos, las lianas cuelgan de los bejucos y las palmas africanas vigilan la entrada a la selva. La hierba y los arbustos cubren las orillas hasta el siguiente atracadero donde la panga se detiene a recoger encargos y a subir gente. Las jovencitas restriegan los uniformes verdes en los muelles, las cocineras enjuagan los cubiertos, las niñas se acercan vendiendo cuadritos de panela con coco y Cantucho reparte el snack del viaje, galletas Festival de chocolate y bolsas de agua.
Desde el muelle, los que se quedan baten las manos y regalan sonrisas. El cielo empieza a gotear contra el plástico transparente y la bruma se confunde con el agua verde mientras los que no duermen destapan sus fiambres de plátano frío y queso frito. Van apareciendo caminos perpendiculares por los que solo caben las champas, canoas pequeñas y manejadas con palancas, que los nativos recorren tomando Brandy Domecq hasta la ciénaga bojayacito, un parque natural con islotes, arboles llamados “mil pesos” y kilómetros de agua estática donde planean los pájaros de picos largos. Un paisaje anónimo que doscientos paramilitares del Bloque Elmer Cárdenas recorrieron desde Turbo en Antioquia en diez pangas hasta Bellavista para retar a muerte al comandante del Frente 58 de las Farc, alias Manteco, el 1 de mayo, un día antes de la matanza.
Por esos canales que son como espejos de agua, flotan las plantas planas que taponan el camino y se levantan las “patilargas”, -plantas marinas-. Las tortugas asoman la cabeza cuando calienta el sol, los jaguares patrullan la selva, las culebras custodian las zanjas y las guaguas se esconden de los cazadores. Allí los bojayaceños se lanzan de las copas de los guamos después de desnudar las pepas negras de la fruta. Juegan a las escondidas en esas aguas tibias y las bucean así no se vea más que turbio. Se curan las ronchas con agua de cocina y el paludismo con las hojas medicinales. Viven porque no piensan, sólo existen. Allí me fasciné con ese negro de dientes blancos y fosas anchas que en cada inhalación me dejaba descubrir una nueva forma de su cuerpo; un cuerpo negro y perfecto que se transforma con la luz pero esquiva la mirada.
Llegamos a la nueva Bellavista, el pueblo que se construyó para quienes tuvieron que recoger los 79 cuerpos desmembrados que dejó la pipeta que incendió la iglesia de Bojayá, donde ese 2 de mayo, que nadie olvida, todos se refugiaron del fuego cruzado entre guerrilleros y paramilitares. El horror de ese día fue la ocasión para que el gobierno nacional se percatará de la existencia de ese caserío, ahora acongojado, pero olvidado como tantos del Atrato y fue el propio Presidente Andrés Pastrana quien mientras lo visitaba ordenó su traslado para evitar que se inundara cada vez que el río ampliaba sus arcas. Cinco años vivieron entre fantasmas hasta que en septiembre de 2007 las casas nuevas estuvieron listas y las tradicionales de madera, las que habían habitado por generaciones frente al río, fueron reemplazadas en el alto de la loma, a un kilómetro, por cajas verdes de concreto y techo de zinc. El nuevo pueblo fue bautizado Bellavista y el antiguo Bojayá se convirtió en un ruinoso lugar lleno de maleza y de recuerdos. Permanecen como testigos los tableros verdes empotrados en las paredes de la escuela; la cancha de microfútbol y basquetbol; el cuartel de la policía -antigua trinchera de guerra-, con las huellas de las balas en su fachada; la iglesia con el piso incinerado donde reposa la Virgen María con el niño Jesús en brazos; y un par de perros bravos y salvajes.
En Bellavista, a las cinco, cuando el sol empieza a esconderse, la gente sale para aprovechar las últimas horas de luz.
Las niñas se sientan en los zaguanes de las casas a hacer las tareas con sus uniformes amarillos y sus cabecitas son un arcoíris de chaquiras. Los niños patean la pelota descalzos en el polideportivo, un coliseo con dos arcos sin malla y graderías despicadas. Otros saltan la rayuela en la arena y otros bajan guayabas de los árboles. Las mamás juegan Bingo para ganarse un rollo de papel higiénico, un tarro de blanqueador o una bolsa de jabón en polvo, las más jóvenes juegan cartas y las viejas alistan el pescado para la comida. Las de las tiendas, destapan las cervezas Águila heladas, mientras las emberá-catío pasan en combo con las tetas al aire. Todas ellas primas hermanas de quienes ya están en Cali, en Medellín o en Bogotá convertidas en seres anónimos, desaparecidas en las rutinas de empleadas del servicio, malviviendo en tugurios y atrapadas en las humillaciones racistas por ganarse un sueldo miserable.
Amable, uno de los más viejos del pueblo, pasa con su parlante USB al hombro del que retumba la voz de Diomedes, y Yirlesa, una niña de nueve años que ya se aprendió todos los pasos de las bailarinas de los videos de champeta, me pregunta:“¿Usted es profesora? ¿Me enseña a leer?. Yo leo pero cacareado”. Las negritas no se juntan con los indiecitos porque desde chiquitas les enseñan que ellos tienen piojos. Todos hijos de una generación todavía inocente que vivirá con las cicatrices de la guerra pero que ojalá no tenga que padecerla.
En los fogones de leña se cocinan las cocadas y el arroz con leche, las peinadoras estiran los afros y tejen las extensiones, las manicuristas calientan el agua para las uñas, el fotógrafo de documentos dispara delante de la tela blanca y la fotocopiadora “El estudiante” imprime las últimas hojas del día. En la peluquería suenan las canciones de Shaggy mientras el barbero perfila las patillas de una cabeza rasurada que peina con un cepillo de dientes.
Los jóvenes escuchan música, peluquean y arman corrillos mientras esperan el día en que los requieran para algún trabajo en la ciudad porque frente a la escasez de pescado ya ni siquiera vale la pena tirar el anzuelo para probar suerte. Muchos recuerdan cuando entraban los trasmallos cargados, una técnica de pesca que acabó con las atarrayas y tiene al borde de la extinción a los bocachicos, las sardinas y los bacalaos. Hay quienes dicen que fueron las cachamas que aniquilaron al resto, y otros que fue el mercurio que baja desde el río Murrí donde los mineros raspan el oro, manchan las aguas y arrasan con todo.
Los músicos ensayan sus canciones y sueñan con conocer el mar en Bahía Solano, a sesenta kilómetros de allí. Un sueño que podrán cumplir solo cuando en el camino ya no operen las cocinas de pasta de coca y deje de ser la valiosa ruta del narcotráfico hacia el Pacífico. José de la Cruz, uno de estos soñadores chocoanos formó parte del grupo de jóvenes que viajó a La Habana al encuentro de víctimas el diciembre pasado en el que el comandante de las Farc, Pablo Catatumbo, les pidió perdón por la tragedia de hace doce años aunque ellos ya los hayan perdonado hace tiempos; la gente en el Chocó no guarda rencor.
“Vías en mejor estado para un país moderno”, reza una valla aquí donde el único de cuatro ruedas es El chamo, el recolector de basura que descansa para su jornada del viernes. Los picós del Estadero la Y también reposan para la rumba de mañana porque esta noche van a velar a uno de los suyos en un ritual sagrado para la cultura negra. A la una de la mañana empezarán los alabados y rodará el ron para despedir a un bojayaceño. El velorio no se hará en la iglesia porque al fin y al cabo son muy pocos los que se reúnen allí para rezar, tal vez porque los recuerdos son poco gratos. La fe se mantiene intacta y todos recuerden con cariño y admiración al padre Antún Ramos, aquel sacerdote que le hizo frente al horror de ese 2 de mayo al que quiso dar consuelo pero lo dejó casi que desquiciado, recorriendo atribulado con las imágenes del pánico los 188 kilómetros que lo devolvieron a Quibdó.
Mañana, después de que los 1.200 habitantes de Bellavista despidan a ese amigo que se fue de forma natural pero que después de ver tantos muertos todavía les roba lágrimas, se encenderán los parlantes para que los cuerpos sabrosos se desprendan a bailar en una sola baldosa sin temor a encontrarse con una cara desconocida.
En Bellavista no hay internet pero todos tienen Whatsapp. En el billar repiten la última canción de Guayacán y aún recuerdan cuando las FARC llegaban vestidos de civil y con las armas en las botas a rumbear con los bojayaceños.
A las nueve se apaga la música y los niños se resguardan en las casas antes del corte de luz que llega a las once de la noche para encenderse al medio día. Mañana desde las cinco, las cacerolas estarán hirviendo el aceite para los patacones y cocinando el hogo para el sudado de pescado. La gente se sentará frente a los puestos de las fritangueras con un pedacito de queso rígido y un vaso de jugo de borojó a esperar a que se acabe el día y si están de buenas, les llegué algún mensaje de la capital.
La luna ilumina estas calles solitarias que todavía no recuperan la amistad de la gente y el silencio recuerda que es un pueblo recién construido, sin pasado, al que le arrebataron la alegría. Hoy todos se acuestan a dormir sin zozobra porque le temen más al olvido del Estado que a la guerrilla porque para los bojayaceños lo que pasó pasó y lo que está por venir es ganancia.
Fotos: Isabella Bernal & Andrés Hernández Godoy